_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El amante inglés

La caída del muro de Bagdad es una pésima analogía. Allí no había un muro, como en Berlín, que dividía el mundo occidental en dos ideologías contrapuestas. Allí había estatuas que cayeron y, sobre todo, muchas cuevas y subterráneos más propias de Aladino que de Fausto. No fue una disputa entre dos mundos, sino entre el primer mundo y un país construido por corte y confección. Hay que tener más sensibilidad histórica para hacer buenas analogías.

Pero la historia está adelgazando hasta el punto de que parece un teléfono de bolsillo. Hace tiempo recorría siglos y abarcaba la estirpe completa de una familia. Más tarde se arrugó hasta el recuerdo de los abuelos y el futuro de los nietos. Hoy en día, parece que la historia comienza con mi nacimiento y termina en el tanatorio, menos todavía, se inicia con mis recuerdos y acaba con la jubilación. Así no hay forma de hacer analogías, cualquier comparación es puro narcisismo.

Un historiador competente, algo que nunca seré pero de ellos me sirvo, diría que acaba de empezar un drama en tres actos. El primero se está cerrando estos días, trata de un país que se enorgullece de sus triunfos militares, harto de éxito y repleto de halagos por parte de los que mendigan alguna migaja de fortuna. Sin lugar a dudas, repetirá una y otra vez las mismas acciones que le dieron tan buen resultado porque, al fin y al cabo, el éxito es el éxito.

En el segundo acto aparece la soberbia, la insolencia, el descaro, la pérdida de cualquier control que ponga freno al desorden social, económico y moral. En esos momentos ya no hay muro que lo detenga, ni estatua que no sea la suya, ni existe cabeza alguna, pensamientos incluidos, que no estén envueltos por su bandera. El segundo acto, que parecerá interminable para muchos, finaliza con el cadáver dentro de una armadura, al menos según la analogía que hacen algunos historiadores.

En el tercer acto se demuestra que es inútil intentar lo imposible, que no se puede dirigir a todo el mundo con mano de hierro. Es el momento del desastre y la fatalidad. En cualquier caso, eso no lo veremos antes de la jubilación, quizá nuestros hijos, a lo mejor los nietos, quién sabe. Nosotros somos ciudadanos del segundo acto, con teléfono de bolsillo, y por eso no sabemos hacer analogías inteligentes.

Todos pensamos que, desde la Segunda Guerra, los Estados Unidos han sido nuestra meta y el modelo a imitar. Puede gustar más o menos, aceptarlo a gritos o con la boca pequeña, pero basta con fijarse en los anuncios publicitarios o en las academias de idiomas, es decir, del inglés nuestro de cada día. Se han convertido en el amante oficial para unos y en el secreto para otros, pero siempre queridos en nuestros sueños y fantasías de progreso. Entre nosotros, no hay antiamericanos, sólo gente celosa.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Sin embargo, la situación actual de nuestra relación es complicada y hay que resumirla de alguna manera para esperar el futuro. Se puede elegir entre una cita de moda de Robert Kagan o recurrir a algo más clásico, por ejemplo al Deuteronomio, como hacen los que saben de historia. No tengo ninguna duda al respecto, porque no hay color. Dice el Deuteronomio, "y engordó el amado y tiró coces". Pues eso.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_