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Reportaje:GUERRA EN IRAK | Nueva York, ante la guerra

Nueva York: una ciudad partida por la guerra

El conflicto divide a los neoyorquinos, que aún tratan de superar el trauma de los atentados del 11 de septiembre

El mismo día en que se reanudaron las patrullas sobre el cielo de Nueva York, el alcalde, Michael Bloomberg, convocó una conferencia de prensa en Greenwich Village. Su mensaje no era político: "No asusten a sus niños hablándoles demasiado de la guerra", dijo. "No pueden hacer nada por la seguridad; cuéntenles historias alegres con un final feliz donde los buenos acaban ganando". El hombre que heredó una ciudad conmocionada a finales de 2001 sabía que el conflicto en Irak tendría un impacto en sus conciudadanos. Iban a ver imágenes de destrucción y muerte demasiado familiares tras el 11-S.

Nueva York sigue siendo una isla en Estados Unidos, una excepción disidente. Dos tercios de los estadounidenses apoyan la intervención del presidente George W. Bush; más de la mitad de los neoyorquinos la rechazan. Esta vez sus voces han sido más mitigadas. Con cansancio y cierta conformidad han pasado sin transición del primer aniversario del 11-S a los preparativos contra Sadam.

"Todo el mundo está muy tenso. Desde el 11-S, una enorme nube gris cubre la ciudad"
"Los neoyorquinos están desesperados; quieren seguir con sus vidas, pero no pueden"
"Bush descalifica toda opinión que le sea contraria. Y eso es malo para la democracia"
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Y se nota: la ciudad está crispada. Helicópteros artillados Black Hawk, que sustituyeron a los cazabombarderos F-16, patrullan por encima de los rascacielos de Manhattan, y la policía, en alerta máxima, ha desplegado todas sus fuerzas. Esta crispación provoca, a veces, escenas esperpénticas, como aquella mañana de marzo cuando tres borrachos consiguieron a plena luz del día franquear los controles de seguridad del puente de Williamsburg y provocaron el caos y el desconcierto ante un posible ataque suicida.

Nueva York está, además, en crisis. La Bolsa no se recupera y Wall Street acumula los despidos. El desempleo roza el 9%, comparado con el 5,9% del resto del país. La alcaldía ha tenido que recortar servicios para compensar el déficit creciente. La ayuda prometida a la ciudad por el Gobierno de Washington no llega. Muchos temen que la situación empeore después de esta guerra.

La crispación es intensa. El tabloide conservador New York Post, propiedad del magnate australiano Rupert Murdoch, ha atacado al diario The New York Times por no ser lo bastante patriótico y solidario con las tropas.

Sí es cierto que, en algún momento, los neoyorquinos compartieron juntos el dolor de los atentados, pero aquella unidad se esfumó con el primer disparo en Irak. Y la fractura pasa por las comunidades, las nacionalidades, los barrios, los distritos y las familias.

"Los neoyorquinos están desesperados por volver a la normalidad. Quieren seguir con sus vidas, pero no pueden. Las imágenes del conflicto han vuelto a despertar miedos y ansiedades a nuevos ataques", opina David Nassaw, historiador de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. "La cuestión de Irak está en todas las conversaciones, pero creo que las ideas están menos enfrentradas que en Vietnam. La impresión general es que ésta es una guerra completamente equivocada. Dudo de que nadie piense que exista una relación entre Sadam y Al Qaeda, por mucho que nos haya tocado de cerca. Pero una vez iniciado el ataque, la gente se resiste a criticar a los soldados".

"Entre los dos extremos, los pros y los contras, muchos neoyorquinos no se definen. Es algo que no consiguen captar los sondeos. Pero es cierto que todo el mundo está muy tenso. Desde el 11-S, una enorme nube gris cubre la ciudad", dice Bill Dobbs, portavoz de Unidos por la Paz y la Justicia, el grupo que ayudó a organizar la manifestación que el 15 de febrero reunió a más de 300.000 personas.

"Si vives en Manhattan", escribía hace poco Ron Rosenbaum, el columnista del semanal The New York Observer, "te cansas de escuchar los comentarios de los de Brooklyn alegrándose de haberse mudado fuera del centro de la ciudad, ya que los manhattanianos vamos a morir en horribles atentados por culpa de la guerra (...). Pues nada; estaremos condenados, pero aquí nos quedaremos".

Las chispas, los roces pueden saltar en cualquier momento. La escena ocurre frente al Rockefeller Center, un viernes, a finales de marzo. Un mar de taxis amarillos colapsa la Quinta Avenida. Las banderas estadounidenses de los grandes almacenes Saks ondean al viento. Las campanadas de la catedral de San Patricio dan las ocho. Sonidos, cláxones, sirenas de bomberos, ruidos de obras, olor a café y bollos de los puestos ambulantes, frío, viento y sol: es una típica mañana neoyorquina.

En un tramo de la avenida, unos 300 manifestantes encaran un espeso cordón de fuerzas antidisturbios. "Paramos el tráfico porque nos oponemos a la guerra. La gente está muriendo mientras usted está conduciendo", explica una pancarta. También protestan contra el establishment, cómplice del Gobierno; contra la General Electric, uno de los principales fabricantes de armas de EE UU y propietario de la cadena NBC, que tiene sus estudios una calle más abajo, y contra los senadores demócratas del Estado Hillary Clinton y Charles Schummer. Ambos votaron a favor de la intervención en octubre.

El ambiente es tenso. Se trata de una hora complicada para manifestarse. Las bocas de metro derraman un flujo ininterrumpido de oficinistas. En la acera queda poco sitio para caminar. Empiezan los empujones y los comentarios. "Vagos, ¿por qué no vais a trabajar?", grita un joven de traje oscuro y pelo corto. "Piensa, piensa en vez de repetir lo que te dicen", le responde un manifestante. "Sadam se ríe al veros", replica un obrero de una construcción vecina. "No queremos cambiar sangre por petróleo", le contesta una estudiante. "¿A usted le parecería legítimo que bombardearan su televisión?", contesta un entrevistado ante las cámaras. "Oiga, yo no soy norteamericano, soy de Telemundo" (la emisora latina de televisión), se excusa el periodista con el micrófono en mano.

En un momento de descuido de la policía, decenas de manifestantes se tiran en la calle y paralizan el tráfico. Estruendo de cláxones. Minutos de ira de los agentes desbordados. Nervios, gritos. Tardarán casi una hora en sacarlos de uno en uno, ponerles las esposas de plástico, alinearlos y meterlos en un autobús rumbo a la comisaría. A las diez sólo quedan octavillas marchitas, flores pintadas con tizas de colores en la acera, excremento de caballo de la policía montada y el hastío de haber empezado el último día de la semana con una violenta discusión. Otra semana más.

A finales de marzo, un profesor de estudios latinos de la Universidad de Columbia, Nicholas de Génova, causó un auténtico escándalo al desear, en una reunión pacifista, que EE UU se enfrentara a "millones de Mogadiscios" (en referencia a la desastrosa operación que el Ejército estadounidense llevó a cabo en Somalia en 1994 y que se saldó con la muerte de 18 soldados).

La reacción fue increíblemente violenta. "Columbia está contra América", tituló raudo el New York Post. El rector de la facultad, Lee Bolinger, tuvo que publicar un comunicado expresando su "estupor" por las declaraciones y su pena por "las familias de los que arriesgan sus vidas". De Genova, a punto de perder el puesto, desapareció aprovechándose de las vacaciones de primavera.

Ésta no es exactamente la misma facultad de 1968, en la que 700 estudiantes ocuparon durante ocho días cuatro edificios del histórico campus del Upper West Side para protestar contra la guerra de Vietnam. Otros miembros de Columbia han criticado la operación en Irak: el especialista en Oriente Próximo y premio Príncipe de Asturias, Edward Said, la calificó de "abuso contra los valores humanos". El profesor de historia Eric Foner denunció los motivos "pacifistas" del ataque. Pero los profesores, en general bastante liberales, se han encontrado con un alumnado conservador.

La semana en que el Ejército estadounidense tomó el aeropuerto de Bagdad, el periódico de la facultad, el Columbia Spectator, tituló en portada con una historia completamente ajena a los acontecimientos: las protestas de los sindicatos de profesores. Un sondeo del diario encontró que el 53% de los estudiantes se oponía a la guerra y el 47% estaba a favor. A principios de la guerra del Golfo, 2.000 personas se manifestaron en las escaleras de la biblioteca Low. Estos últimos días nunca han pasado de los 400.

"El movimiento antiguerra se ha formado muy rápidamente, pero está condenado a quedarse al margen. En Vietnam, el Gobierno de Lyndon B. Johnson intentó convencer a los pacifistas, trató de entablar un diálogo con ellos. El estilo de George W. Bush es descalificar cualquier opinión que le sea contraria. Y eso es muy malo para la democracia", comenta el profesor Nassaw.

Hace poco, varias asociaciones de familiares de víctimas del 11-S se manifestaron en la Zona Cero para mostrar su apoyo a las tropas. Era un domingo frío y lluvioso y pocos acudieron. "Estamos al cien por cien con nuestros soldados; no hay palabras para expresar el sacrificio que hacen por su país. Podemos entenderlo mejor que nadie", dice Jennie Farrell, cofundadora de la agrupación Give Your Voice y hermana de James Cartier, empleado que murió en el piso 105 de la torre sur.

"Ésta es la misma guerra contra el terrorismo que empezó el 26 de febrero de 1993 [fecha del primer atentado contra las Torres Gemelas]". Jennie reconoce que Nueva York está ahora más dividida que hace año y medio: "Todos hemos cambiado, pero debemos seguir siendo respetuosos los unos con los otros y sobre todo mostrar respeto por las casi 3.000 personas que murieron aquí".

Lo más duro en la Zona Cero es el vacío. Un vacío abrumador. El agujero colosal tiene la pulcritud de una atracción turística y el ajetreo de unas obras de construcción, salvo que por ahora no se construye nada, sólo se rehabilita el path, el tren subterráneo que unía Nueva York y Nueva Jersey por debajo del río Hudson. Colgadas de las vallas blancas que dejan ver las profundidades de este abismo, fotografías gigantescas recuerdan la edificación de las Torres. Están cubiertas de firmas de solidaridad. Enfrente, el hotel Millenium abrirá sus puertas el 28 de abril, tras una amplia remodelación. La rutina ha tardado en volver; el barrio sigue económicamente siniestrado.

Jill Pall, cuyo hermano Adam, bombero, falleció en las labores de rescate, también dirige otra asociación de familiares. "Bush y sus asesores tienen acceso a mucha más información y conocen cosas que la gente normal no sabe. No sé si Sadam tuvo algo que ver con los atentados, pero es de los que se alegran cuando pasa algo malo en EE UU y cuando sufrimos. Se recocijan con nuestro dolor. Creo que la guerra es una medida de precaución para evitar que vuelvan a ocurrir atentados. Sé que no todo el mundo opina como yo, pero tengo derecho a pensarlo. También hay soldados en Afganistán, ¿por qué no los denuncian?".

En otros barrios de la ciudad, la comunidad musulmana ha intentado movilizarse. Algunos se han unido a las protestas pacifistas. Ghazi Janján, del Consejo para la Relaciones Americano-Islámicas (CAIR), reconoce que el clima es malo. "Últimamente los negocios árabes han recibido visitas especialmente frecuentes del departamento de bomberos. Ponen multas a la menor infracción. Es lo más parecido a un acoso".

CAIR ha puesto en su página de Internet un kit de emergencia en caso de posibles detenciones arbitrarias de la policía. Los consejos incluyen una lista de contactos legales, conocer los derechos del empleado, del pasajero de avión y del estudiante, pero también "denunciar actividades sospechosas en la comunidad" y "mantener una relación positiva con las fuerzas del orden".

El imán jeque Fadhel al-sa Lhani es un hombre tranquilo y formal. Desde su mezquita del distrito de Queens lidera la comunidad shií más numerosa de Estados Unidos, unas 5.000 familias, la mayoría de Pakistán, Líbano, Afganistán e Irak. El imán es iraquí. Dejó su país hace 25 años, pero sigue teniendo familia en Basora y en Nayaf. Consiguió hablar con ellos hace tres días y sabe que están bien. "La guerra se ha convertido en una obsesión. La seguimos cada día, cada hora. Hablamos de ella, la vivimos. Nadie la apoya, pero tampoco respaldamos a Sadam Husein, que tanto ha reprimido a los shiíes. Ahora tenemos cierta esperanza para nuestra comunidad".

Jamaica, la parte de Queens que toma su nombre de la tribu india de los Jamecos, no se parece nada a Manhattan. Es un barrio de casas miserables y jardines descuidados. Hay un McDonald's, un restaurante El Dorado y una oficina de correos donde se pueden mandar paquetes a Colombia, Ecuador y la República Dominicana por menos de tres dólares la libra (aproximadamente medio kilogramo).

La cúpula verde de la mezquita Al-Khoei domina la autopista que une el aeropuerto Kennedy con la ciudad. El incensante ruido de los automóviles perturba las oraciones de los fieles. Las alumnas de la escuela coránica salen de clase con chador y cazadoras vaqueras. No es fácil mezclar fe y adolescencia en el distrito más étnico de Nueva York.

"Desde el 11-S no ha sido fácil para los musulmanes en este país. A veces nos han insultado por la calle y hemos recibido llamadas anónimas. Aunque no puedo decir que la situación haya empeorado con la guerra. Algunas personas que conozco han sido interrogadas por el FBI, pero todo fue muy correcto. Querían averiguar si eran partidario de Sadam". El imán calcula que muy pocos shiíes iraquíes de Queens volverán a su país aunque cambie el régimen. "La mayoría ha rehecho su vida aquí. Quizá vuelvan los que llegaron tras la guerra del Golfo y nunca lograron adaptarse".

Nueva York también alberga la mayor comunidad judía del país, un millón de personas, el 14% de sus habitantes. Al igual que en el resto de la ciudad, las fracturas han sido profundas. Mientras el Comité de Asuntos Públicos América-Israel, el mayor grupo de presión judío de Estados Unidos, respalda las acusaciones del secretario de Estado, Colin Powell, contra Siria, otra agrupación, más minoritaria, llamada Judíos Contra la Guerra, denuncia la operación iraquí en las páginas de The New York Times.

Ante las divisiones de su congregación, el líder del Movimiento Reformista y presidente de la Unión de Congregaciones Hebreas, el rabino Eric Yoffie, renunció tomar partido al inicio del conflicto. Su colega conservador, el rabino Ismar Schorch, que expresó abiertamente sus opciones pacifistas, tuvo que retractarse debido a las protestas: "No es momento de criticar al Gobierno cuando mueren soldados".

"La comunidad judía no se ha pronunciado mucho, en parte porque no quiere alimentar la percepción, muy fuerte con este Gobierno, de que el objetivo de la guerra es defender a Israel", explica Samuel Heilman, sociólogo y experto en estudios judíos de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. "La situación es muy distinta de 1991, cuando Irak atacó Tel Aviv. Ahora, la guerra se percibe como una operación esencialmente norteamericana. Además, los judíos de la ciudad nacidos después de 1967 ya no tienen la misma relación con Israel, no creen que el país esté a punto de desaparecer, como pensaban antes sus padres. Muchos de estos jóvenes han participado en manifestaciones pacifistas. Sus opiniones no pasan por la religión".

Las cosas se ven desde una perspectiva muy distinta en Prospect Park West, un barrio obrero irlandés de Brooklyn, que en los últimos años se ha visto invadido por jóvenes profesionales de Manhattan e inmigrantes mexicanos. Es un sitio tranquilo, una colina de casas modestas con porches blancos, a medio camino entre la placidez de un inmenso parque público y el reposo eterno del cementerio de Greenwood.

Hay banderas estadounienses en los maceteros y lazos amarillos en los árboles (desde Vietnam, el símbolo de los soldados desaparecidos). Aquí viven muchos bomberos y policías. En los alrededores de la iglesia del Sagrado Nombre de Jesús, un edificio austero de ladrillos rojos que lleva 125 años conservando la fe de este bastión católico, tres asociaciones de veteranos muestran sus colores patrióticos. Aquí se respalda la guerra.

"No ha habido manifestaciones ni a favor ni en contra, ésta no es una comunidad que se manifiesta mucho, pero la gente en general apoya la intervención. Han decidido confiar en el presidente. Piensan que debe tener buenas razones para acabar con esa dictadura", dice el padre Dennis Farrell.

Se parece al padre Flanagan de La ciudad de los muchachos. Áspero, pero compasivo, brookliano del barrio industrial de Red Hook. Y fumador, lo que tiene un mérito especial en una ciudad que acaba de prohibir el tabaco en los bares. Sale de confesión y se ha quitado el alzacuellos. En una de las estanterías de la rectoría del Sagrado Nombre, una cruz con restos de vigas de las Torres Gemelas recuerda a las víctimas del 11-S.

"Muchos tienen a hijos o nietos en el Ejército", explica. "La semana pasada, Samantha, una niña de nuestra congregación, tuvo la idea de preguntar por familiares en el frente. Recogió unos 60 nombres. Rezamos por ellos en todas nuestras misas. Aquí los pacifistas se toleran, por aquello de la libertad de expresión, pero no se entienden", opina.

Desde que empezó el conflicto, el padre Farrell tiene más feligreses. Pero sabe que los despertares espirituales suelen ser transitorios. "Después de los atentados, la iglesia se llenó de gente, pero se fueron marchando poco a poco". Percibe un nuevo sentimiento patriótico en su comunidad, inquietud por las repercusiones de la guerra y angustia por la crisis: "Conozco a cinco personas que han perdido su empleo en los tres últimos meses, es más de lo que nunca he visto en mis diez años al frente del Sagrado Nombre".

Pese a todo esto, la rutina cotidiana y mastodóntica de Nueva York sigue su ritmo durante las 24 horas. "Por muy mal que esté la situación, creo que ya me he acostumbrado a vivir así de momento", dice Gary Boldan, un analista de Wall Street. "No conozco a nadie que haya decidido irse de Manhattan. Todo el mundo está demasiado ocupado en trabajar y en conservar el puesto. Al menos por ahora. Y si hay algún atentado o un ataque químico contra la ciudad, ya tengo decidido lo que voy a hacer. Mudarme a Los Ángeles por seis meses. ¿A qué terrorista le importa una ciudad como Los Ángeles?".

George W. Bush ondea una bandera de EE UU en la <i>Zona Cero</i>.
George W. Bush ondea una bandera de EE UU en la Zona Cero.AP

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