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GUERRA EN IRAK | La opinión sobre el conflicto
Columna
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El Gran Elector

La publicación hace ocho días en el Boletín Oficial del Estado de la convocatoria de las elecciones municipales en toda España y de las autonómicas en la mayoría de las comunidades (sólo quedan al margen el País Vasco, Cataluña, Galicia y Andalucía) abrió el calendario que se cerrará el próximo 25 de mayo en las urnas. Aunque el plazo para la presentación oficial en la ventanilla no finaliza hasta el 21 de abril, las candidaturas ofrecerán escasas sorpresas: los partidos anunciaron desde hace tiempo los nombres de sus cabezas de lista. Las verdaderas incertidumbres afectarán únicamente al País Vasco y a Navarra a causa de la reciente ilegalización judicial de Batasuna, que le impide presentarse a los comicios; la Ley Orgánica de Partidos Políticos extiende esa prohibición a las siglas constituidas en fraude de ley antes de la sentencia ilegalizadora y a las agrupaciones de electores que prosigan la actividad de Batasuna; en el supuesto de que el nacionalismo radical decidiera concurrir a las elecciones del 25 de mayo bajo esos disfraces (en lugar de propugnar la abstención), la Sala Especial del Supremo tendría la última palabra.

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Hasta que se abran las urnas, la obsesiva presencia de la guerra de Irak en la campaña electoral -su tramo oficial comenzará el 9 de mayo- no ofrecerá seguramente más novedades que la modulación de los mensajes de los partidos en función de la marcha y del resultado final de las operaciones militares: las esperanzas del PP descansan sobre un rápido desenlace y una lista de víctimas militares y civiles no demasiado extensa. El pasado domingo, el presidente del Gobierno se lamentó en Galicia de que el clima bélico esté oscureciendo o ignorando los problemas específicos de unos comicios que deberían circunscribirse en teoría a la rendición de cuentas de los alcaldes de 8.000 municipios y de los presidentes de trece comunidades autónomas. Pero la responsabilidad política de esa mutación del debate no la tienen las fuerzas de la oposición -como pretende el PP- sino la aventurera megalomanía de Aznar, que ha comprometido a España en el conflicto bélico por un plato de lentejas: el infantil deseo de inmortalizar su figura como subalterno acompañante de Bush y Blair metiéndose a codazo limpio en la foto de las Azores.

No es la primera vez, en cualquier caso, que una batalla política se libra en escenarios impropios: el PP planteó las elecciones europeas de 1994 y los comicios locales y regionales de 1995 como la revancha o la segunda vuelta de las elecciones legislativas de 1993 -ganadas por los socialistas- con el propósito de forzar la disolución de las Cortes. La acusación de juego desleal lanzada por el jefe del Ejecutivo contra el PSOE -resuelto "a llegar al poder a cualquier precio"- tampoco es original; durante la legislatura 1993-1996, Aznar aplicó -de verdad- esa desestabilizadora estrategia. El presidente del Gobierno parece buscar y disfrutar con esa crispación: dándole la vuelta al burlón comentario de Lenin sobre la pusilanimidad de los mencheviques, Aznar afirma con hiperbólica fanfarronería que el PP no dará cuatro pasos atrás sino ocho adelante como respuesta a la oposición.

El presidente del Gobierno denuncia el peligro de que Sadam Husein se convierta en el Gran Elector del 25 de mayo, una referencia un tanto extraña para quienes relacionen esa cita historiográfica con los príncipes terrenales o eclesiásticos del Sacro Imperio Romano. En cualquier caso, la idea de atribuir ese papel de muñidor al sanguinario dictador ha sido de Aznar, que rompió las reglas del debate democrático en los plenos del Congreso sobre Irak al acusar al moderado secretario general del PSOE de ser un "compañero de viaje" del tirano de Bagdad. La afirmación del presidente del Gobierno según la cual Zapatero sería "un peligro para España y un riesgo para la seguridad de los españoles" si llegase al poder trata de situar las elecciones municipales y autonómicas dentro del marco del conflcto bélico; aunque la ridícula desmesura de esa frase apocalíptica sea sólo una manifestación de incapacidad para argumentar racionalmente, la ferocidad verbal y gestual de Aznar está causando efectos irreparables en el delicado tejido de respeto político mutuo y de reconciliación nacional trenzado en España desde 1977 sobre los terribles recuerdos de la Guerra Civil y de la dictadura.

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