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Columna
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Intolerancia

Cuando una agitación sacude a la gente como lo hace la polémica por la guerra en Irak, crujen pilares de la convivencia y se resienten virtudes cívicas como la tolerancia. La escalada verbal que ha emprendido el partido en el Gobierno, acorralado por el rechazo de la opinión pública a su implicación en una invasión sangrienta, revela poco temple. Anclado en el victimismo por las agresiones a sus sedes y a algunos de sus dirigentes, el PP no puede adoptar, sin calcular los estragos que genera, la táctica de criminalizar a la oposición por haberse sumado a unas protestas multitudinarias. Carece de todo sentido común, por ejemplo, que el secretario general de los populares, Javier Arenas, incluya en una denuncia pública a cuatro concejales socialistas de Valencia por el delito de haber exhibido en Fallas una pancarta contra la guerra (tal vez confundió, como apuntó Ana Noguera, el Ayuntamiento con la sede del PP). Tiene derecho el partido de José María Aznar a recriminar la conducta de quienes desde la izquierda han emitido exabruptos (siempre que sean ciertos y no calumnias, como el bulo sobre el senador Ángel Franco que dieron por cierto Francisco Camps, Alicia de Miguel, Alejandro Font de Mora y otros), aunque tampoco estaría mal que afeara las abundantes salidas de tono de los suyos. Tiene todo el derecho del mundo la ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, a mostrar su desprecio hacia el portavoz y candidato del PSPV-PSOE en Valencia, Rafael Rubio, por una alusión a su enfermedad que revela la escasa talla del personaje. Pero es una irresponsabilidad de gran calibre endosar a los rivales los sabotajes de cuatro parásitos del malestar social. Proyectar sobre el masivo movimiento por la paz el fantasma de la tibieza ante los violentos, cuando no se sugiere incluso la complicidad, es jugar sucio. No sólo con el adversario, sino con los millones de ciudadanos que discrepan seriamente de la actitud del Gobierno en un asunto grave. La exacerbación del enemigo como autodefensa empuja la democracia hacia una tensión entre autoritarismo y fanatismo que margina, literalmente, a la mayoría. La sociedad no se merece que cunda la intolerancia.

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