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A la gloria de Francia

La ridícula francofobia promovida por los más ardientes patrioteros norteamericanos es una prueba más de que, en ocasiones, el superpoder merecería llamarse los "Estados Unidos de Amnesia". Se puede afirmar que, en efecto, los EE UU no existirían sin Francia. Acaso, sin el apoyo de la monarquía francesa, Washington y sus hombres no habrían ganado la Guerra de Independencia. Lo cierto es que la ganaron gracias a la poderosa ayuda que Francia les prestó.

Desde 1776, Benjamín Franklin se presentó como embajador de la Revolución en la corte francesa (llamando la atención por la simplicidad republicana de su atuendo y por la rapidez y brillo de su inteligencia). Ese mismo año, Luis XVI autorizó el obsequio de municiones por valor de un millón de libras a los ejércitos de Jorge Washington.

La ayuda francesa salvó a Washington durante el crudo invierno de 1777 cuando, sitiadas en Morristown y agobiadas por la deserción, las fuerzas revolucionarias, de nuevo, recibieron la ayuda salvadora de Francia.

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En 1778 se firmó el Tratado de Amistad y Comercio entre Francia y la colonia rebelde de Norteamérica. El tratado incluía una cláusula de nación más favorecida y obligaba a Francia a mantener la independencia de los Estados Unidos de América.

Firmado el tratado en febrero, naturalmente estalló la guerra entre Inglaterra y Francia en junio.

Numerosos altos grados del Ejército francés intervinieron directamente a favor de Washington y sus rebeldes. Charles Hector d'Estaing (antepasado del futuro presidente Valéry Giscard d'Estaing) estuvo al mando de la primera flota francesa enviada a bloquear a los británicos en el puerto de Nueva York en 1778.

El marqués de Lafayette, literalmente "por sus pistolas", se unió a las fuerzas revolucionarias y fue nombrado en 1777 (como años más tarde, en Cuba, el argentino Ernesto Che Guevara) comandante de la Revolución. En 1776, fue Lafayette quien convenció a Luis XVI de enviar un ejército expedicionario de seis mil hombres a combatir al lado de Washington.

El fin de la Guerra de Independencia de los EE UU sería inconcebible sin la intervención decisiva de las armas francesas. En 1780, la flota francesa del almirante De Grasse embotelló al ejército inglés en Virginia, cerrándole la fuga por mar. Concurrentemente, el conde de Rochembeau y sus fuerzas francesas atraparon al comandante inglés Cornwallis en Virginia. El sitio de la armada francesa y el apoyo al ejército revolucionario de Jorge Washington sellaron el destino de Inglaterra en las trece colonias. El general Cornwallis hubo de rendirse en octubre de 1780, consumándose, de esta manera, la Independencia de los Estados Unidos de América.

El general John Pershing, comandante de la Fuerza Expedicionaria Norteamericana en la Primera Guerra Mundial, se apresuró a inclinarse ante la tumba del héroe francés de la Revolución Americana con las palabras: "Lafayette, estamos aquí".

Pero el general Pershing tenía un sentido del honor militar y del agradecimiento nacional del cual carece por completo el colérico y sanguinario secretario de la Defensa del Gobierno de Bush, Donald Rumsfeld. Que haya sido Rumsfeld quien primero selló la alianza de los EE UU con Sadam Hussein en 1983, proporcionándole las armas de destrucción masiva que hoy le quitan el sueño al Drácula del Pentágono es una más de las pruebas de una doble verdad. Los EE UU son el Dr. Frankenstein del mundo moderno, especialistas en crear los propios monstruos que a la postre se vuelven contra sus creadores. Sadam en Irak, Bin Laden en Afganistán, son hijos de la obtusa, mercenaria y contradictoria política exterior de una nación que, cuando lo quiere, puede ser a la vez esclarecida y pragmática. Imaginemos lo que hoy sería el mundo si Bill Clinton siguiese en la Casa Blanca, o si Al Gore hubiese ganado (como la ganó en verdad, con el voto popular) la pasada elección presidencial.

Bill Clinton cumplió sus inevitables obligaciones como jefe de la superpotencia con una discreción, capacidad negociadora y convocatoria a alianzas totalmente ajenas al escándalo maniqueo ("con nosotros o contra nosotros", "el eje del mal") del evangelista empistolado que le sucedió en la Casa Blanca. Clinton y Gore, de ello estoy seguro, hubiesen concentrado el esfuerzo de su nación, después del 11 de septiembre, en el combate contra el terrorismo, un enemigo que no es convencional y, en consecuencia, no puede ser combatido convencionalmente, en vez de desviar la fuerza, y sacrificar la solidaridad mundial, a la guerra contra Irak.

Bush y compañía, por sus acciones atrabiliarias y destructoras del orden internacional, van a convertir al mundo en un semillero de terroristas. Bin Laden tiene hoy, gracias a la ceguera del actual Gobierno de los EE UU, un ejército de terroristas potenciales que, ¡oh! ironía, acaso ya no contarán con la represión antifundamentalista de Sadam Husein.

Pero aún más grave, por supuesto, es la consagración por la Casa Blanca del principio del ataque preventivo. La guerra fría no se volvió caliente gracias a que imperaron la disuasión y la contención. Suplantados estos principios por la discrecionalidad en el uso de la fuerza, toda nación antagónica a otra puede sentirse autorizada para asestar el primer golpe. El mayor ejemplo del ataque preventivo lo dio Japón el 7 de diciembre de 1941 en Pearl Harbor. "Un día que vivirá en la infamia", dijo entonces el más grande presidente norteamericano del siglo XX, Franklin D. Roosevelt. ¿Pasará el ataque a Irak como otro "día infame"? No lo sé. Pero si no infame, sí fue, es y será un día peligroso. A menos que la comunidad internacional una esfuerzos para crear un orden jurídico y político vigoroso para el siglo XXI, iremos dando tumbos de crisis en crisis hacia un precipicio que sí tiene nombre: Apocalipsis Nuclear.

Es por ello que la sabia firmeza de Francia; de su presidente, Jacques Chirac, y de su canciller, Dominique de Villepin, no sólo le hacen un favor al mundo. Se lo hacen a los propios EE UU, abriendo la dañada perspectiva de un orden mundial basado en derecho. Desmemoriado, frívolo, ignorante, el actual Gobierno norteamericano no entiende estas razones. Los ultras del norte creen que ofenden a Francia -ridículamente- cambiándole de nombre a las papas fritas -french fries- por papas libres -freedom fries-. Acaso dejen de beber agua de Evian por un rato, y champaña por menos tiempo.

Pero desde la entrada a la bahía de Nueva York, la Estatua de la Libertad -obsequio de Francia a los EE UU- les recuerda a los norteamericanos que si ellos creen que salvaron a Francia en dos guerras mundiales, Francia no sólo salvó, sino que ayudó decisivamente a crear a los Estados Unidos de América.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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