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Reportaje:PAISAJE URBANO DE MADRID

La cara oculta de Gran Vía

Las calles Tudescos, Luna, Desengaño y Ballesta, un escaparate en el que se mezclan turistas, prostitutas y yonquis

Madrid tiene varices. En los aledaños de una de sus arterias, la Gran Vía, la sangre se acumula desde hace años mostrando lo más miserable de la ciudad.

La confluencia de las calles de Tudescos, Luna, Desengaño y Ballesta no tiene nada que ver con el escaparate que Madrid muestra a los turistas. Este cruce de caminos es la posta donde los extranjeros occidentales con la riñonera y la cámara de fotos dan el relevo a las prostitutas, los yonquis y los que hacen del trapicheo una forma de vida. Es un lugar donde se cruzan las miradas y donde, en algunos momentos, huele a emboscada.

"Si uno viene desaliñado no le pasa nada, pero si a partir de las 11 va uno hecho un pincel, lo más probable es que acabe el día denunciando en comisaría que le han robado", asegura un agente de la unidad de la Policía Municipal de la calle de Ballesta.

"Lo que tomamos lleva sólo un 1% de coca, el resto es mierda", asegura Jose
"Si vienes hecho un pincel, lo más probable es que te roben la cartera", dice un agente
"Este barrio es así, con putas, traficantes y yonquis. Que siga así por mucho tiempo"
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Los vecinos se quejan más de la mala imagen de las calles que de la delincuencia

Ir de punta en blanco es vestirse de objetivo para algunos de los descuideros que deambulan por la zona, atentos a cualquier despiste para levantarle a uno la cartera o el móvil. Desde su posición privilegiada, David Díaz, el mozo del Hotel Tryp Cibeles, está harto de ver este tipo de situaciones de "película de acción". Con cierta excitación por ser testigo de los hechos, el joven relata las cosas que ha visto o que le han contado otros, saltando de suceso en suceso al dictado de su memoria. "Aquí hay de todo. El otro día un moro le mangó el móvil a uno que estaba hablando por teléfono, luego otro al que le seguía la poli y que les dio esquinazo, hace un tiempo, una mujer que parió sola, y luego otro día...", continúa.

La zona se asemeja a un bosque sin árboles donde en todo momento se tiene la sensación de estar siendo observado. Salvo en la plaza de los cines Luna, donde se ponen muchos de los yonquis. Los drogadictos nunca observan. Ensimismados en su tarea, cocinan la cocaína sin percatarse de quién pasa a su alrededor.

Jose y Conchi cambiaron el jaco (heroína) por la coca. "Fuimos de Guatemala a Guatepeor", se lamenta Jose mientras prepara la mezcla. Disuelven la droga quemándola en una cuchara con amoniaco. Luego, un tique de metro al que todavía le quedan algunos viajes les sirve como espátula para sacar la pasta adherida a la cuchara. "Y ahora esto lo metemos en la pipa de cobre y lo mezclamos con ceniza, que sirve de filtro", prosigue su cursillo acelerado. "Es todo sintético, con tan sólo un 1% de coca y el resto mierda. Se cristaliza en los pulmones y te salen piedras en los riñones", añade Conchi.

Los dos han intentado "mil veces" salir de la droga sin éxito porque, según ellos, las ayudas que reciben de los organismos oficiales y de las ONG "no sirven de nada si no has dormido bien el día anterior". A la pareja se une el negro Edward, un hombre de mediana edad que asegura tener nacionalidad británica. Sus ojos desorbitados y acuosos buscan en el suelo restos de droga que coloca con las yemas de los dedos en la pipa de cobre. Sin dejar de hacerlo, Edward cuenta su historia: "Mi cabeza es como la de Bill Gates. Viví en Marbella donde conocía a todos los famosos, a Sean Connery, a Nakachian, el padre de Melody, la niña que secuestraron. Me dieron muchas becas para estudiar y estuve en Rusia, donde traducía artículos del periódico Pravda para Le Monde. La gente me pregunta por qué estoy así y yo no puedo responderles".

La historia de Edward es tan rara que parece verdadera. Para demostrarlo chapurrea unas frases en un idioma que suena definitivamente a ruso. Su estrambótica historia, como la de muchos otros indigentes, parece una invención, una fórmula para hacerse respetar o bien para decir simplemente: "Yo no debería estar aquí". De todas formas, a Edward no le sirve de mucho. Hace unos días, un grupo de drogadictos le dio una paliza y se llevaron todo lo que había conseguido de la mendicidad. "Yo soy buena gente y no hago daño a nadie. Si me dicen que son amigos míos me lo creo, les doy mis cosas y ellos luego me pegan y me dejan tirado. No sé decir que no".

A las tres de la mañana, en la calle de Desengaño, un grupo de yonquis se reúnen en torno a un pequeño fuego que se apaga constantemente. Cerca de ellos se para una prostituta que se ha recorrido la calle varias veces en busca de clientes. Aunque muchas de las prostitutas han salido de la zona para buscar clientela en la Gran Vía, la calle de Ballesta, junto con Montera, es la reserva de la prostitución de baja estofa.

En las puertas de los clubes que hay allí, los porteros invitan a pasar a los transeúntes. Entrar cuesta 7 euros y da derecho a una consumición; luego, en torno a los 45 euros de media por acostarse con una prostituta. En uno de los burdeles hay poca actividad. Hay espejos por todas partes, cortinas de terciopelo verde y sillones del mismo color en torno a unas mesas. Suena la música de David Bisbal y apesta a perfume. Tan sólo dos hombres, acompañados por dos chicas, toman una copa en la barra del bar. Mientras, las demás observan sentadas sin hacer nada.

Dos de cada tres frases que chapurrea Anita, jamaicana de 23 años, son proposiciones sexuales. Entre medias cuenta que la mayoría de ellas son africanas y suramericanas. "También hay mujeres de Rumania, Polonia y Ucrania, y una italiana; las españolas están en la calle con la droga", añade.

En el verano de 1998, una operación urbanística financiada con fondos del plan Urban de la Unión Europea puso patas arriba la zona. Se instalaron cientos de farolas y bolardos para adecentar las calles y tanto los barrenderos como los policías municipales se esmeraron en limpiar el barrio. Fue sólo maquillaje, cirugía estética, una operación de varices donde lo importante era ocultarlas y no curarlas. A los pocos días, los habituales moradores habían vuelto. Las promesas de limpieza volvieron el miércoles pasado, con el anuncio del candidato del PP a la alcaldía de crear una unidad especial de la Policía Municipal dedicada a luchar contra la venta de drogas tanto en las calles de la capital como en los locales de ocio. De ser así, la trasera de Gran Vía sería una de las primeras en caer.

La mayoría de los vecinos y comerciantes de la zona no ven solución a los problemas de la demarcación. Jesús y Mari Paz, los dueños de la farmacia de la calle Luna, todavía recuerdan los tiempos del concejal Matanzos, del PP: "Venía él mismo a levantar a los yonquis para que no se vieran en la plaza. Todo sigue igual". Hace unos años, esta pareja, que lleva 23 con el negocio, decidió dejar de hacer guardias: "Fue por el ambiente que había aquí. Un día se nos metió un tío a robarnos. Lo detuvieron pero a los dos días estaba en la calle". "Nosotros no hemos tenido ninguna queja", comenta el portero del teatro Lara, "aunque hay que reconocer que la gente viene un poco mosqueada".

Más que mosqueo, Julia tiene miedo. Esta vecina de la calle de Tudescos sale precipitadamente de su casa, acompañada de un hombre, y sin pararse comenta: "A mí nunca me han hecho nada, pero, por si acaso, procuro pasar lo mínimo por aquí, y siempre con alguien".

Los agentes de la Policía Municipal que rondan la zona aseguran que es conflictiva pero que la delincuencia ha bajado mucho en los últimos años. "Hubo una época muy dura, en los años ochenta, pero ahora está todo más tranquilo. Siguen produciéndose pequeños robos, tirones y peleas entre grupos de traficantes, pero lo que a la gente le da miedo es la mala pinta de la mayoría de los que pasan por aquí".

El miedo surge por un problema de estética. Los vecinos de la zona se quejan más de la mala imagen de estas calles que de los delitos que en ella se cometen. Amor, un marroquí que tiene un bar en la Corredera Baja de San Pablo, afirma que esa falta de estética afecta a su negocio: "Desde hace ocho meses se nota que han vuelto los drogadictos, y la gente ya no quiere venir por aquí".

En el Mesón Gallego no tienen la misma opinión. En las paredes del bar, en la calle de Ballesta, cuelgan decenas de carteles cargados de intención política: "Libertad para los presos políticos vascos", "Solidaridad con el Sáhara", "Contra la globalización"... Una persona que trabaja allí teoriza sobre las causas de los conflictos que se dan en estas calles: "Es una zona de mucha marginalidad porque la opulencia está pegada siempre a la miseria. Son dos polos que se atraen. Pero esto no se soluciona con más policía como hace el PP. Con jarabe de palo esto no se cura".

El temor a la zona se deja ver también a la hora de escoger piso. A tan sólo unos metros de la calle de Desengaño, la de Fuencarral se ha convertido en los últimos años en una vía llena de tiendas de moda alternativa, frecuentada por el público gay. Allí, la revalorización de los pisos y los locales comerciales se ha dejado notar. El metro cuadrado en la calle de Fuencarral llega hasta los 3.100 euros (514.600 pesetas), mientras que en la calle de la Luna tan sólo cuesta 2.000 euros (332.000 pesetas).

A las cuatro de la madrugada, un grupo de negros discute delante de un Donner Kebab de la calle de Desengaño, un local donde, según algunos vecinos, se vende droga. Dos de ellos se enzarzan en una pelea que no llega a mayores. Uno de los negros, el más bajito, huye después del primer empujón de su contrincante y se marcha calle abajo lanzando amenazas.

A esa hora sale Beatriz de su casa con dos amigos. La joven se cruza con el negro y lo mira con curiosidad. "Sí, mucha amenaza y mucho insulto, pero cada vez está más lejos", bromea.

A Beatriz le gusta vivir en el barrio. "No sólo es que no me moleste vivir aquí, es que me encanta. Me gustan las putas, hablar con ellas. Son amigas mías, me encantan los traficantes, no me importa que haya droga ni yonquis ni nada, este barrio es así y espero que así siga por mucho tiempo. ¿Algo más?", pregunta impaciente.

Beatriz se agarra a los brazos de sus dos amigos y se marcha calle abajo dando saltitos. A ella, las varices le dan lo mismo.

Malas calles

El comisario del distrito Centro, Julio Prieto, recita los problemas de la zona como un burócrata: "Tráfico de drogas, sustracción de carteras, tirones, peleas los viernes y los sábados, extranjeros irregulares...".

Todos estos delitos están relacionados entre sí y tienen el denominador común de ser identificados con la etiqueta de "baja escala".

Prieto fue jefe de un grupo policial que actuaba en la zona entre los años 1987 y 1995. "Antes de 1987 estaba todo hecho una pena. En los apartamentos se vendía droga. Los que la compraban se quedaban por aquí y robaban y asaltaban comercios para ir luego a por más".

A partir de entonces, la cosa empezó a disminuir, según Prieto, "en gran medida porque conseguimos atajar la actividad de esos apartamentos". "Todo está más tranquilo, aunque la zona sigue siendo un punto de encuentro de delincuentes".

En cuanto a la prostitución, Prieto resalta una curiosidad: "La de esta zona es distinta de la que hay en la calle de Montera, donde la mayoría son inmigrantes. Las calles de Desengaño y Ballesta son quizá el último reducto de las prostitutas españolas. La mayoría de ellas enganchadas".

El comisario de Centro no entiende que los vecinos cuestionen el trabajo de la policía. "Estamos en un Estado de derecho y los ciudadanos tienen que saber que los delincuentes también tienen sus derechos". Y apunta a una razón que se esconde tras esas protestas. "Lo que pasa en estas calles no es agradable a la vista. Les molesta lo que ven, no lo que les hacen".

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