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Tribuna:GUERRA EN IRAK | Las movilizaciones de protesta
Tribuna
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Civismo sonoro

¿Qué pasaría si el demonio nos tentara con bienes, con una fuerte suma de dinero, poniendo como única condición la muerte de un mandarín que en ese justo momento habitara en la lejanísima China y a quien no conociéramos? Si efectivamente falleciera por nuestra causa o por nuestra indiferencia alguien con quien jamás tendremos contacto, alguien tan inverosímil como un mandarín, ¿por qué deberíamos sentirnos incómodos? En su libro Ojazos de madera, Carlo Ginzburg abordaba ese asunto y lo expresaba en los términos de la distancia, la percepción que tenemos de todo lo que nos resulta lejano. En ocasiones, creemos que lo distante nada tiene que ver con nosotros y, en otras, observamos con sorpresa que aquello que está a miles de kilómetros nos conmueve. "Una bomba que mate a cientos de miles de personas puede producir remordimientos en quien la ha lanzado": ¿Por qué habría de producirlos -se pregunta con dolor Carlo Ginzburg- en personas comunes que están lejos, a los que no se les puede imputar directamente la acción? Pero, como insiste el historiador, distancia y proximidad son nociones ambivalentes y de la lejanía física no tiene por qué derivarse una falta absoluta de piedad. Sin embargo, apostilla escéptica y amargamente Ginzburg: "Me temo que extender nuestra compasión a seres humanos alejadísimos sería un acto de mera retórica".

Las 'caceroladas' son una interpretación inarmónica en la que se ejecuta una partitura no escrita y necesaria
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Esas reflexiones acerca de la distancia, y de cómo fue abordada en el pasado y de cómo fue representada por la tradición literaria se matizan en nuestro tiempo y a ellas se añaden nuevos elementos que no estuvieron presentes en otras épocas. Por ejemplo, las imágenes espantosas que nos sirven diariamente los medios de comunicación subvierten nuestra noción de lo cercano y lo lejano y nos habitúan a tratar con extraños que irrumpen en nuestras vidas. Ya todo llega sin que sea necesario partir, sin que sea necesario experimentar la proximidad física, dado que estamos adheridos a nuestros escaparates catódicos y la red mundial nos suministra un alud icónico. Sin embargo, las imágenes más horrorosas de muerte, de destrucción, de cadáveres y de mutilados, imágenes de una campaña hecha en nuestro nombre, pueden anestesiarnos. Pero analicemos algo más estas conductas.

Quienes asistimos horrorizados a la muerte y a la destrucción podemos tener reacciones diversas. Entre ellas, por ejemplo, el rechazo político o moral. Desde hace días, sucesivas caceroladas han servido para mostrar la repugnancia de una parte de la ciudadanía. El ruido inarmónico y el estruendo metálico, tan desagradables, pretenden agitar las conciencias de los burgueses bienestantes que se cobijan en sus domicilios. Insistía Daniel Barenboim en que lo que diferencia la música de la literatura es que aquélla no se consuma en la partitura del compositor, sino en la ejecución de un intérprete: hasta que no hay interpretación no hay pieza y sólo cuando se trae el sonido al mundo es posible decir que se ha asistido al prodigio de la música. Las caceroladas son una especie de civismo sonoro, una interpretación inarmónica en la que muchos, desafinados pero tenaces, ejecutan una partitura no escrita y necesaria. Pero no todos se conmueven ni se suman a este concierto político, ni siempre nos agraviamos con lo que ocurre. Fíjense si no me creen en nuestro silencio ante las masacres de Chechenia, que tan bravamente denunciara André Glucksmann. Hay ciudadanos que no son contrarios a la guerra, a esta guerra, porque la estiman justa, pero hay ciudadanos que no manifiestan su disconformidad simplemente porque creen que no les concierne, simplemente porque la distancia anestesia su incomodidad o porque al no ser responsables del acto bélico no se sienten culpables de lo que sucede a miles de kilómetros.

Sin embargo, ese confortable sentimiento de distancia en que algunos se parapetan no es sólo una conducta de la retaguardia o de los que no combaten en el frente. Los propios soldados de nuestro tiempo batallan así, como analizaba inteligentemente Nicolás Sánchez Durá hace unos días. Según indicara Jonathan Glover en su imprescindible libro Humanidad e inhumanidad, "las guerras tradicionales se libraban cuerpo a cuerpo. Por eso era necesario programar a los soldados para que perdieran sus inhibiciones para matar. Y es esa lucha cuerpo a cuerpo la que evoca las explosiones emocionales y el extraño éxtasis de la guerra. El gran cambio del siglo XX en materia de guerra", añadía Glover, "reside en la capacidad de matar en masa y a distancia (...). La tecnología ha creado formas de violencia fría que deberían perturbarnos mucho más que la bestia rabiosa que hay en el hombre. Las grandes atrocidades militares de hoy emplean bombas y misiles" y "a menudo, las víctimas de esta matanza fría y a distancia son civiles". Pero el aspecto significativo de esta guerra no acaba en el hecho de la toma lejana de decisiones. "La distancia", insiste Glover más adelante, "no sólo reduce la simpatía. También reduce el sentimiento de responsabilidad (...); al debilitar la repulsión emocional facilita el acto" a quien lo comete y facilita la desatención moral del espectador que no ha provocado personalmente el hecho atroz. Por ejemplo, se sabe y se ha documentado que hubo vecinos de los campos de exterminio que sufrían por el hedor de las columnas humeantes. Se sabe y se ha documentado que "hubo un cierto grado de repulsión local", apostilla Glover, "pero a veces las personas que expresaban preocupación por las víctimas parecían más preocupadas por sí mismas", incluso muchas quisieron vivir en la fantasía de que todo aquello no les concernía por falta de responsabilidad directa y de que, en fin, podían hacer una vida normal, que es a lo que aspiramos la mayoría.

Algo no menos espantoso sucede, por ejemplo, con la indiferencia moral, con el retraimiento y con la ceguera voluntaria en que incurren hoy compatriotas nuestros, algunos ciudadanos del norte, por ejemplo, que quieren seguir ajenos al espanto, al horror y a la persecución a que someten unos pocos a muchos de sus convecinos vascos, como si eso no fuera con ellos. Cómodamente instalados, con un nivel de vida alto, con un confort material creciente, ¿por qué deberíamos incomodarnos por algo que no hemos hecho, por algo que no tiene remedio, por algo que no sucede exactamente a nuestro lado? ¿Por qué deberíamos dejar de frecuentar los sitios de moda, dejar esta existencia de patricios cuya conciencia sestea? Tal vez, en esa como en otras situaciones nos aqueje una ceguera de burgueses amodorrados o festivos que aspiran sobre todo a disfrutar sin obstáculos a pesar de que el mundo pueda estar derrumbándose. Como les sucedía a aquellos patricios de la belle époque, que se retrataban mostrando su contento en los lugares de moda, sin atender a la guerra que se avecinaba y de la que ellos mismos eran instigadores, distantes de una muerte que ellos no creyeron ocasionar.

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