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Columna
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Las palabras

Rafael Argullol

Las palabras: en la mayoría de las culturas hay relatos dedicados a su conservación o a su robo. Es difícil recordar una gran tradición mitológica que no tenga una mágica atención, a menudo solemne, respecto al valor de las palabras. En muchos cuentos aparecen centinelas, buscadores, ladrones de palabras, personajes que, con sus acciones, alteran el destino de los pueblos. Me viene a la memoria, por poner un caso, una deliciosa historia india en la que el rumbo de una ciudad dependía de que el héroe rescatara el antiguo significado de las palabras puesto que unos bandidos lo habían secuestrado -el significado, no las palabras-, con lo que habían puesto en jaque a la población.

Si los secuestradores de palabras apelan a Dios en tiempos de guerra, es mejor esconderse y empezar a rezar

La tradición que hemos heredado tampoco ofrece dudas. "En el principio fue la palabra" es el lapidario inicio del Evangelio de San Juan, quizá el mejor cruce que podamos encontrar entre los legados griego y judío. El celo alrededor de la palabra ha sido una preocupación constante de la literatura y el pensamiento modernos desde miradores tan distintos como los de Borges, Canetti o Wittgenstein, y no sólo en los ámbitos de expresión escrita sino, en el siglo XX, también en el cine: nadie ha contemplado el misterio y el drama de la palabra con mayor obsesión que el cineasta danés Carl Dreyer en su película Ordet.

Tal vez nada dignifica tanto al hombre como responsabilizarse de la palabra: dar la palabra y darla realmente. Pero, simétricamente, nada es más peligroso que la pérdida del significado de las palabras sea por negligencia o irresponsabilidad, sea directamente por desprecio. Como en el cuento indio, una sociedad a la que han arrebatado el significado de las palabras se expone a un riesgo inminente.

Puede ser cierto que una imagen tiene un poder mil veces mayor que una palabra, pero también me parece cierto que la destrucción de una palabra es más peligrosa que la destrucción de mil imágenes. Y sin embargo, nos hemos acostumbrado tanto a esto que cuando, de repente, hemos caído en la cuenta de que los bandidos se habían llevado el significado de las palabras, la sorpresa y la alarma han sido descomunales.

Buena parte de lo que está ocurriendo estos días en nuestras ciudades es el estallido de la repentina ira contra los secuestradores de palabras. Pero la furia contra la mentira es también la furia contra la candidez con la que durante años y años nos hemos convertido en cómplices más o menos pasivos de aquel secuestro. Quizá hemos podido tener una cierta conciencia de la manipulación de las imágenes, pero por lo general hemos descuidado por completo el vampirismo que se ejercía sobre las palabras.

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Sin alma, las palabras sirven a cualquier señor. Basta observar cómo los medios de comunicación, y nuestro lenguaje cotidiano mismo, las han puesto al servicio del mundo del mercado y de la creación publicitaria: automóviles que "piensan", inflaciones "sensibles", bolsas "llenas de ansiedad".

En las protestas contra la guerra ha despertado, de pronto, un recelo duro e inesperado. Han mentido, mienten, se oye por todas artes. Es una referencia obvia a la mentira de los poderes que han desatado la guerra. Pero esto no sería suficiente para explicar la contundencia de la reacción. Es más ajustado de otro modo: mienten, han mentido, porque llevamos mucho tiempo mintiéndonos a nosotros mismos. Los secuestradores se llevaron el significado de las palabras y nosotros les abrimos la puerta para que huyeran.

Han mentido descaradamente porque creían que podrían mentir, seguir mintiendo impunemente, y tenían razón cuando lo creían porque nadie esperaba el sonido de la alarma. Incluso no es difícil establecer un pequeño diccionario del secuestro de las palabras en el ámbito guerra (pronto habrá que elaborarlo en otros ámbitos): bombas inteligentes para describir los últimos instrumentos para la masacre; catástrofe humanitaria para definir como serán recogidos los restos del naufragio; comunidad internacional para resumir imposiciones que menosprecian cualquier principio de legalidad e igualdad entre países; daños colaterales para enumerar la destrucción de pobres desdichados; guerra limpia para expresar el sucio enfrentamiento de quienes no tienen ninguna influencia en los titulares de la televisión.

Hay cien términos más para ese diccionario. Pero el que ocupa más espacio y el que tiene más fuerza usurpadora es Dios, palabra a la que se ha extraído con los más afilados cuchillos todo fondo de serenidad o compasión para rellenarla con la peor ceguera y la más brutal violencia. Cuando los secuestradores -de cualquiera de los bandos- apelan a Dios, es mejor esconderse y empezar a rezar.

Nadie esperaba el sonido de la alarma, pero de pronto ésta ha sonado con una fuerza que hacía mucho tiempo no se oía. La tiranía se basa en la idolatría y en el encarcelamiento de las palabras todavía más que en la fuerza, y a este respecto el caso del propio Sadam Husein es modélico. Pero lo que finalmente ha resultado inaceptable -en primer lugar para los mismos ciudadanos- ha sido el pillaje de las palabras en nombre de la libertad y de la democracia. En una dictadura, el poder debe mentir por coherencia política; cuando el poder miente en una democracia, toda la sociedad queda bajo sospecha.

Entonces es más necesario que nunca rescatar el significado de las palabras. Lo que está sucediendo a la población iraquí no es, como dicen los responsables de la guerra, "nuestra cuota de dolor". Es su cuota de sangre.

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