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Política en la guerra

La guerra en Irak es un error político y una tragedia inmensa. Basta con eso para rechazarla, sin necesidad de considerarla un crimen como los que fueron juzgados, en su día, por el tribunal de Núremberg. La guerra ha sido un error político, porque nunca debió haberse iniciado sin un respaldo explícito del Consejo de Seguridad, que era imposible de conseguir en el plazo abruptamente fijado por Estados Unidos, Gran Bretaña y España. Era, en efecto, esencial que se prolongara el trabajo de los inspectores, tan dignamente encabezados por Hans Blix, durante algunos meses o, al menos, algunas semanas (como en su intento de mediación propuso Chile), para que se pudiera forjar un acuerdo en torno a una nueva resolución. Haber cerrado esa opción, roto el consenso internacional en materia tan grave y dividido a la comunidad internacional, a la Alianza Atlántica, a la Unión Europea y a las opiniones públicas -abriendo en ellas una fisura sin precedentes-, es una seria responsabilidad política de los promotores del ultimátum de las Azores. Hay que esperar que sus electores les pasen la factura correspondiente.

Sin embargo, me parece una exageración afirmar que esta mala guerra representa también un ilícito penal -de derecho interno o de derecho internacional-, que convertiría a sus promotores en criminales. En primer término, por la ambigüedad calculada de la Resolución 1.441, redactada a dos manos y con finalidades contrapuestas, que contiene expresiones que pueden aducirse en respaldo de la guerra. En segundo lugar, porque si una interpretación unilateral de esa resolución -como la realizada por los coaligados- es desde luego rechazable, no cabe ignorar que la interpretación auténtica, por el propio autor de la misma -que sería en buena lógica exigible- resulta imposible, porque el Consejo de Seguridad se halla paralizado por culpa del derecho de veto y, si no ha autorizado expresamente el inicio de las hostilidades, tampoco está en condiciones de prohibirlas o condenarlas. De hecho, ha venido consintiendo desde hace años los bombardeos de las fuerzas aéreas de Estados Unidos y de Gran Bretaña sobre las llamadas zonas de exclusión, establecidas al norte y al sur de Irak por estas potencias.

Por otro lado, considerar esta guerra ante todo como un crimen conduce, paradójicamente, a disminuir la exigencia de responsabilidad política, no sólo de los promotores de la guerra, sino también de sus críticos. Si se estima que los primeros son delincuentes que deben ser juzgados penalmente, no podrán rendir cuentas, en términos políticos, ante sus electores y desaparecerá la posibilidad de sancionarlos democráticamente. Sólo estarán expuestos a una sanción jurídica, improbable. Suscribo por eso la reflexión de Felipe González de que lo deseable es que Aznar comparezca como candidato del Partido Popular en las próximas elecciones para responder de sus decisiones. Pero proclamar la criminalidad de la guerra también tiende a empobrecer la responsabilidad política de los líderes del movimiento pacifista, porque éstos pueden desentenderse de la guerra como problema político para centrarse en la guerra como crimen. Y lo cierto es que la guerra -también ésta- es política (continuación de la política con otros medios, como dijo Clausewitz) y es indispensable tener en cuenta esta dimensión.

Las fuerzas democráticas tienen en esta ocasión dos enemigos a combatir: Sadam Husein y el belicismo de los halcones del Gobierno americano. La lógica dice que esta guerra puede ser el camino -erróneo pero eficaz- para alcanzar la derrota del primero. Porque es evidente que los coaligados triunfarán, gracias a su supremacía militar, a pesar de haber malinterpretado la situación en Irak, al prever que la población iraquí se sublevaría contra el régimen y colaboraría con las fuerzas invasoras. La posguerra será el momento de derrotar la política belicista de Rumsfeld, Wolfowitz y Bush. Sería lamentable que la opinión pública contraria a la guerra malinterpretara la ocasión y los tiempos y apostara inútilmente por "parar la guerra" o, por el contrario, soñara con alargarla, para que se convierta en otro Vietnam que haga fracasar las tesis del Departamento de Defensa del Gobierno americano. En realidad, un combate muy enconado y prolongado en Irak, no sólo escenificaría una resistencia agónica que no se merece una satrapía como la de Sadam, sino que es el supuesto más peligroso para la ampliación geográfica de la guerra, porque hay indicios (como las recientes advertencias de Colin Powell) de que cuanto mayor sea la resistencia iraquí y la duración de la guerra, más fácilmente pueden acabar involucrados en ella otros Estados islámicos (como Siria o Irán).

Además, el movimiento pacifista, para oponerse a la política belicosa que se ha instalado en la cúpula del poder americano, debe resistir la tentación frentista de unir todas las fuerzas disponibles, por heterogéneas que sean (como ocurrió en el antifascismo de la guerra y de la posguerra mundial). El frentismo es una propuesta inmediatamente atractiva, pero encierra el peligro de ocultar que alguno de los elementos del frente es inasimilable para la democracia por su hostilidad hacia la misma. Ese peligro anida en la convergencia del pacifismo, que combate contra la guerra, y del islamismo, que ahora se alza en defensa del Irak de Sadam Husein. Hay síntomas evidentes de esta confusión en las movilizaciones de "la calle" árabe y también, más esporádicamente, en algunas manifestacionesantibelicistas en el mundo occidental. Por eso es imprescindible que los líderes del movimiento pacifista orienten a la opinión pública, señalando que lo deseable, después del "No a la guerra", que desgraciadamente no prevaleció, no puede ser la guerra larga, sino la guerra corta, lo menos cruenta posible, y la derrota de la tiranía de Sadam Husein. Recientemente, el ministro de Asuntos Exteriores francés ha hecho una advertencia más o menos en este sentido, que me parece muy razonable, porque si la guerra ha sido un error político, la guerra larga sería un error político superlativo, además de una tragedia mayor. La izquierda europea, y concretamente la española, debería reconocerlo, sin entusiasmo, pero con el realismo exigible a quien ejerce una responsabilidad. Por ello, pedir la retirada de las tropas aliadas (o de sus "auxiliares humanitarios") resulta inadecuado. La mejor manera de parar esta guerra es que Sadam Husein la pierda cuanto antes. No deberíamos negar esta verdad, aunque la afirme también Aznar.

Y cuando se acabe esta guerra, con la victoria aliada, habrá llegado el momento de ajustar las cuentas electorales. Es inútil que los vencedores se hagan muchas ilusiones respecto del respaldo que pueda proporcionarles su victoria. Si Churchill no fue reelegido después de su triunfo sobre Hitler y tampoco lo fue Bush padre después de vencer en la primera guerra del Golfo, no está escrito que vayan a lograrlo Bush Jr. o Aznar (si finalmente tiene el valor de presentarse) o su sucesor al frente del PP. Ésa será la hora del desquite y en las elecciones de la posguerra, en todas las naciones de Occidente, se jugará el futuro de la paz y del orden internacional.

Miguel Satrústegui Gil-Delgado es profesor titular de Derecho Constitucional.

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