Gato por liebre
Sarah Waters es, al parecer, una novelista de éxito en el Reino Unido. Su fórmula, si mi información no me falla, es tomar un género y darle la vuelta con un golpe de ingenio. En esta novela, el ingenio consiste en escribir una novela decimonónica levantándole las faldas para enseñar lo que hay debajo. No se trata de hacer una novela actual según la tradición decimonónica, sino de escribir una obra decimonónica con talante actual. Su novela se desarrolla en la Inglaterra victoriana, pero donde Wilkie Collins, pongo por caso, hiciera decir "¡en absoluto!" a un personaje en un momento de contrariedad, Sarah Waters le hace decir "¡por los cojones!".
Cuando el lector de buen talante se interna en Falsa identidad piensa que se halla ante una inteligente parodia actual de un género ya establecido. Sin embargo, a medida que avanzamos en la lectura, empezamos a sospechar que no se trata sino de un truco ideado para dar gato por liebre a lectores ingenuos. Esa conclusión se extrae, sobre todo, de tres evidencias. La primera es la incapacidad de hacer progresar narrativamente una intriga que aqueja a la autora. Sarah Waters parte del mismo catálogo de situaciones de un Wilkie Collins, al que citaré deliberadamente como ejemplo. El lector de Collins, un maestro de la intriga, sabe que no hay suceso o descripción en sus novelas, por pequeños que éstos sean, que no esté al servicio del progreso dramático de la historia. Por el contrario, en la novela de Waters, la vida en el campo o el suburbio y las actitudes y movimientos de sus personajes se convierten en una acumulación farragosa y repetitiva que no produce avance sino estancamiento; la minuciosidad en la descripción de la acción opera como un animal enjaulado que da vueltas sobre sí mismo antes de acostarse agotado en el suelo. No hay progreso en los personajes, que están definidos desde el primer momento y todo lo que hacen es demostrar continuamente que son quienes ya sabemos. Y la intriga no los ayuda, pues los escasos golpes de timón del relato se parecen más al golpe de impresión de esos sustos que nos dan en las películas baratas de terror que al miedo construido con pericia e inteligencia.
FALSA IDENTIDAD
Sarah Waters
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama. Barcelona, 2003
624 páginas. 24 euros
FALSA IDENTITAT
Sarah Waters
Traducción al catalán de Rosa María Calonge
La Magrana. Barcelona, 2003
496 páginas. 24 euros
La segunda evidencia es la
torpeza en la estructura. La autora nos propone un cambio de puntos de vista entre las dos heroínas de la historia y, de nuevo, lo que parece ingenio es sólo apariencia: la voz de las dos mujeres es la misma, en expresión y en concepción del mundo, lo que, siendo la una arrabalera analfabeta y la otra una dama de la gentry demuestra las pocas ganas de trabajar en la construcción de un personaje por parte de la autora.
La tercera evidencia es la inverosimilitud de la historia, no porque parezca un folletinazo de tomo y lomo -lo cual podría haber sido un punto a su favor si hubiese tenido una intención de cierto alcance literario-, sino porque en su deseo de fascinar al lector embarcándolo en una apariencia de desenfado y novedad, acaba montando una historia tan alambicada y retorcida que ni considerándola bajo una óptica humorística se tiene de pie. Hoy, el lector actual, -que no está especialmente necesitado de que nadie le cuente un historia de heroínas y malvados de ayer con el lenguaje desenvuelto y descarado de hoy- cuando se sienta a leer, por ejemplo, a Collins, lo primero que admira es la coherencia con que están armadas sus historias al servicio de unos personajes que se van abriendo y completando a medida que el drama crece y ambos, trama y personaje, se enriquecen mutuamente mientras la intriga avanza construyéndose sin dejar un cabo suelto, tanto por la superficie del relato como por debajo de él.
Falsa identidad es una novela plana. El ambiente seudovictoriano, el lenguaje descarado que alterna con el pastiche pretencioso, las maldades carcelarias de un centro psiquiátrico, viejos señores como Sades de provincias, unos toques adecuados de lesbianismo y golpes de efecto traídos a voluntad del autor y no de las exigencias de la narración... son los elementos que conforman esta triste manifestación de lo que hoy se considera glamour novelesco. La heroína, al final, descubre al lector -como podía haber descubierto cualquier otra cosa, porque lo de justificar los hechos no afecta a la escritura de Sarah Waters-, que se gana la vida escribiendo libros porno, lo que resulta de lo poco gracioso del libro y, desde luego, una ocupación más digna que la de la autora de esta novela.
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