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A pie de obra | TEATRO
Columna
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"In girum imus nocte et consumimur igni"

Marcos Ordóñez

Uno. Mi hermano Jordi Costa, a la salida de Bones intencions, en el Lliure de Gràcia: "Esto sólo puede ser teatro. Sólo puede darse en el teatro; no se puede traducir a ningún otro lenguaje". Pienso lo mismo, brother. Lo que más me gusta de este espectáculo -y de todo lo que hace Roger Bernat y su bande à part- es que no puede "narrarse". Es dificilísimo "contar" de qué va. Hay que verlo, y verlo cuanto antes. En el Lliure y en toda España.

A Bernat le encargaron montar el Platonov de Chéjov y, naturalmente, salió por peteneras. Pero ahí está el fantasma de Platonov, su esencia. Ese Platonov que, en la versión de Michael Frayn (Wild Honey) se lanza de cabeza a la vía del tren y en el último instante "quiere espantar, como si se tratara de una mosca, a la locomotora que va a aplastarle". Hombres y mujeres enfrentados a las grandes locomotoras de la vida y de la historia, luchando contra ellas a manotazos, como la gente de la Comuna de París, "apedreando los relojes de todos los campanarios para parar el tiempo": ese sería, quizá, el lema secreto de esas Buenas intenciones que suelen empedrar el infierno glorioso de quienes están condenados a no poder hacer otra cosa que lo que hacen.

A propósito de Bones intencions, dirigida por Roger Bernat, en el Lliure de Barcelona

La extraña frase en latín que he colocado como título es un palíndromo de Guy Debord, es decir, un lema que puede leerse en ambas direcciones, una pes(c)adilla que se muerde la cola. In girum imus nocte et consumimur igni: "Giramos en círculo en la noche y somos consumidos por el fuego". Un espectáculo sobre los que se rebelan contra sí mismos, y sólo se elevan, como las cometas, con el viento en contra; sobre los revolucionarios "no profesionales", los que ignoran que "la fábula de David y Goliat es mentira, que David nunca ganó a Goliat", pero que no tienen otra opción que la de rebelarse. Bones intencions también es, formalmente, un palíndromo de fuego, un círculo que gira en la noche. Comienza por el final: cuerpos tendidos en el suelo, charcos de sangre, caos. Voz de Bernat: "¿Y si comenzáramos por el principio?". El principio es la voz de Agnès Mateu, gritando "tó pa tós, to pa tós". Podría ser una libertaria de Usera, una luminosa mañana del verano de 1936, cuando aún todo podía ser posible. O una estudiante de Nanterre en 1968. O una hija imposible de Baader y Meinhof, la célebre pareja cómica. Al cabo de un instante, muy brechtianamente, la actriz confiesa sentirse un tanto patética (y quien dice patética dice pudorosa) repitiendo esas consignas que pertenecen a otra gente, gente heroica que luchó y murió. Bones intencions se mueve siempre, como casi todo el trabajo de Bernard y sus compinches, entre la nostalgia imposible de la acción pasada y el rechazo de su mitificación, de su "cosificación". O, como diría Debord, de su "espectacularización".

Dos. Un juego cruel de tensiones entre la pasión y la distancia. A un lado del escenario, un rótulo apenas luminoso ("nuevo siglo"), que más bien parece el de un meublé del Chino. Juegos à rebours, jaculatorias sarcásticas: "Por las víctimas que adoran a sus verdugos, por la inteligencia de Aznar, para que sigan ganando los que no tienen razón". Una filmación de Sisa en el primer Canet Rock, nuestro humilde Woodstock, y el enigma de una muchacha, cantando como un ángel hippy, El seté cel, la añoranza del séptimo cielo, "engendrado en tu cabeza". Ellos se preguntan: "¿Dónde andará ahora, qué habrá sido de ella?". Ah, amigos: yo estuve enamorado de ella, yo y tantos otros. Se llamaba Dolors Palau, era la flautista del grupo de Sisa, desaparecida en combate. Mia Esteve, frente a un pastel de cumpleaños, cuenta una historia que le contó Rosa Novell. Una historia de la Barcelona de los setenta. Un autocar lleno de cómicos, sobre el que Ocaña bailaba desnudo. "Toda aquella gente llena de talento, de vida, que parecía que iban a hacer grandes cosas... Unos murieron de sida, otros de caballo, otros se retiraron, se apearon de la carrera". Suena, de fondo, Space Oddity, de Bowie, en la alienígena versión del coro de niños de la Escuela de Langley. "Y entonces empezamos a encontrarnos en los puestos de poder a todos aquellos mediocres por los que nadie hubiera dado un duro". ¡Ah, qué hermoso fue ver las caras de los "responsables", de los "asesores culturales", al escuchar eso desde la platea! Y el viaje repentino, subterráneo, a las catacumbas del Lliure, para mostrarnos, en vídeo, las tumbas de quienes quisieron ser enterrados allí, a finales del XIX, cuando era un Ateneo libertario y Gràcia una república independiente, o casi. Bones intencions está repleta de "viajes verticales", hacia lo hondo, como diría Vila-Matas. Y es chejoviana en su continua descolocación, en el paso sin puentes de lo cómico a lo trágico y viceversa: la narración de la muerte de un amigo da paso a un slapstick con pasteles de nata que, a su vez, se dilata, lenta, dolorosamente, provocando que la risa acabe suscitando una sensación de malestar, de incomodidad, porque los actores no cesan de resbalar, golpearse, caer, hacerse daño... y volver a levantarse, otra de las metáforas del espectáculo. Mia, Agnès, y Juan Navarro ("no os fiéis de mí. Tengo 34 años y hasta hace bien poco pensaba que podía triunfar y salvar el mundo al mismo tiempo"), y Rubén Ametllé, la respuesta catalana a Edward Norton, lanzando al aire globos que caen por exceso de lastre mientras escuchamos un Imagine cantado por ordenador, como la voz agonizante de Hal 9000. Como Platonov, Bones intencions es desajustada, excesiva, contradictoria y apasionada. Pero irradia energía básica. Aquí hay realidad teatral, es decir, verdad. Y emoción. La verdad y la emoción de una gente que hace teatro porque no sabían que era imposible, como dice el viejo proverbio irlandés. O aquella pintada de 1968 atribuida a la Duras: "No sabemos dónde vamos, pero no por eso dejaremos de ir". Go on, brothers.

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