_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Reconstrucción

No es prudente repartirse la piel del oso antes de cazarlo, aunque algo de eso está pasando cuando los aliados hablan de la reconstrucción de Irak. ¿Y si, contra todos los pronósticos, la guerra no sólo dura meses, en vez de días, sino que, incluso, la imposibilidad de tomar Bagdad les acaba obligando a salir de allí con el rabo entre las piernas? Esta hipótesis parecía una fantasía inverosímil hace una semana, mas lo cierto es que el pueblo iraquí actúa como si estuviese librando una guerra de independencia frente al invasor, no como alguien que va a ser liberado de un régimen tiránico, aunque sin duda lo es. La situación recuerda demasiado a Vietnam para echarla en saco roto: de un lado, la desesperación y la resistencia numantina del agredido; del otro, la creciente convicción de la sociedad norteamericana, que es una sociedad profundamente moral, de que aplastar a un enemigo infinitamente inferior desde el aire y sin exponerse tan apenas, puede ser cualquier cosa menos noble, justo o heroico.

Seamos realistas: esta hipótesis es muy poco probable. De acuerdo. Pero también podría suceder que Sadam cayese y que una larga y sangrienta posguerra obligase a las tropas de EE UU a abandonar un territorio en el que nunca dejaron de ser vistos como enemigos. Esto ya no es historia ficción y menos en un contexto en el que los EE UU se han convertido, tal vez para siempre, en el enemigo a muerte de los musulmanes de todo el mundo. Me parece, simplemente, la crónica de una muerte anunciada.

Con todo, de lo que quería hablar aquí es de la reconstrucción que tendremos que afrontar en España y que constituye una de tantas salpicaduras de esta guerra.

No, no quiero hacer pronósticos electorales. Me parece evidente que esta guerra supondrá la pérdida del poder para el PP, pero no sé si de forma inmediata, si dentro de un año o, incluso, más adelante todavía. Esto, que tanto parece interesar a sus adversarios políticos, y es lógico, a mí me interesa muy poco. Lo que me preocupa seriamente es el estado comatoso en el que la decisión de involucrarnos en ese conflicto ha dejado a la democracia española. Hace un cuarto de siglo se hundió UCD, el partido de la derecha, fundamentalmente por sus propios errores. Nacido para aglutinar los restos del naufragio franquista y para dotarse de una ideología democrática acorde con la nueva situación, el -hoy lo vemos claro- noble y generoso empeño de Adolfo Suárez tropezó con el inconveniente de que el exceso de democratización interna del partido acabaría siendo incompatible con una sola voz y con una acción coordinada; sólo hizo falta una crisis externa, como el 23-F, para que todo se derrumbase como un castillo de naipes.

De ahí que el PP, su heredero natural, concibiese la disciplina interna y el monolitismo ideológico como su principal valor. Tras la llamada refundación de Fraga, el PP se configurará como un partido presidencialista, el cual hacía posible lo que ahora ha sucedido: que la decisión equivocada de un solo hombre, alentado por una pequeña camarilla, lleve a la catástrofe no sólo a su partido, sino, de rechazo, a todo el sistema parlamentario. Hay algo profundamente perverso en el hecho de que un partido que obtuvo legítimamente la mayoría absoluta respalde una postura que es rechazada por el 90% de la población española. Como nadie se puede creer que se hayan vuelto locos, todos sabemos lo que pasa: en un sistema de listas cerradas y dada la profesionalización de la política, no tienen otra opción. Esto es cierto y no es culpa exclusiva del PP.

Pasó lo mismo con el PSOE cuando los tiempos del GAL, con el PNV cuando la ejecutiva se negaba -y se niega- a terminar con ETA, con CiU cuando su desafortunada postura frente a la emigración. Lo que todo esto pone en evidencia es que nuestro sistema político encierra el germen de su propia destrucción.

No parece haber ninguna consecuencia positiva de esta guerra para España, salvo para el álbum privado de fotos del presidente del Gobierno. Entre las negativas se han señalado reiteradamente la ruptura de nuestra política exterior, el minado de la UE, la reactivación de las tensiones nacionalistas y un largo etcétera. Pero con todo lo grave que es esto, confío en que se acabará arreglando. A lo que no le veo, en cambio, fácil solución es a la crisis profunda en la que quedará sumido el Partido Popular después de esta guerra. Y es que, en el imaginario colectivo, le va a resultar casi imposible librarse del deterioro que supone apoyar, en apariencia unánimemente, la guerra. Sobre todo para la generación más joven, la que ha nacido a la vida política en las manifestaciones que un día sí, y el otro también, recorren España. Supongo que en el apasionamiento que caracteriza al momento presente este hundimiento podrá alegrar a muchos. Pero yo creo que es una desgracia porque, con todos los altibajos que se quiera, hasta ahora el PP había sido un partido de centroderecha como tantos otros en Europa. La alternancia de partidos constituye la esencia del sistema democrático y, si es con gobiernos de coalición, mejor. Una cosa es perder las elecciones como consecuencia del desgaste producido por la labor de gobierno y otra, a causa del hundimiento total del partido y la necesidad de volver a edificar su opción ideológica desde la nada. Ya fue malo que los más centristas del PP fueran poco a poco apartados o silenciados, como cuando la prometida reforma del Senado -imprescindible si se quiere articular la naturaleza plurinacional del país- quedó de repente para mejor ocasión. Pero algo más murió entonces con ella, y ahora sufrimos las consecuencias: la posibilidad de que los dirigentes de los partidos estatales en cada comunidad autónoma pudieran tener posturas propias. Por ejemplo, los de la Comunidad Valenciana, una región a la que llega el ferry de Orán, donde acaban de manifestarse miles de árabes ante el consulado español; una región que, razones morales aparte, pierde más con esta guerra que ninguna otra de las españolas, pues vive del turismo y de sectores industriales, como la cerámica, el mueble o el calzado, que comercian sobre todo con Oriente Medio. Y, sin embargo, ahí los tienen, sin poder distanciarse de los disparates seudoimperiales que se les ocurren a cuatro descerebrados de la calle Serrano de Madrid. O cambiamos las reglas del juego, o sea, el sistema electoral, y ponemos a diputados y concejales en la tesitura de responder tan sólo ante sus votantes, o vamos a la debacle. Aunque a esa reforma, me temo, no están dispuestos ni los unos ni los otros. Malos tiempos y azarosa reconstrucción nos esperan.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_