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Columna
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Roja y rota

Josep Ramoneda

Decididamente, el arsenal de recursos dialécticos del PP es limitado. Siempre acaba acudiendo a los mismos tópicos. Consumado el fracaso de Aznar como líder, después de que las encuestas confirmen que ha sido incapaz de convencer a un solo ciudadano con sus argumentos a favor de la guerra, un PP en apuros recurre al ideario tradicional: la izquierda perversa y las amenazas a la unidad de España. Una vez más se intenta despertar los demonios de la derecha, la España roja y la España rota, con la esperanza de que funcione la dinámica del miedo.

No sé si tiene en cuenta el PP que las generaciones de la guerra y de la inmediata posguerra ya suman poco en este país. Para la mayoría de los ciudadanos estos fantasmas ya no significan gran cosa. Con una izquierda tan prudente y unos nacionalistas tan aseados -excepto, en parte, en el País Vasco-, no es fácil que los viejos miedos todavía funcionen. O dicho de otro modo, estamos en lo de siempre: la reducción de la política española a la cuestión vasca. Una estrategia que Aznar ha utilizado recurrentemente. Algunos piensan que le dio la mayoría absoluta, pero en ningún lugar está escrito que sea una opción forzosamente ganadora. Las últimas encuestas aportan un indicio de que también por esta vía los cálculos del Gobierno pueden ser equivocados: Mayor Oreja, la persona que encarna la vasquización de la política española, está perdiendo apoyos como potencial candidato a la sucesión de Aznar. Quizá la ciudadanía empieza a darse cuenta de que un señor que tiene un solo tema -todo lo remite a Euskadi- no es el más adecuado para gobernar un país.

Todo poder es conservador y el voto conservador tiene tendencia a sentir la atracción del poder. Por eso los gobernantes, cuando se sienten en dificultades, apelan siempre al miedo. Lo hace el PP estimulando el voto del miedo, lo hizo el PSOE cuando pintó una potencial llegada del PP como el fin del mundo para los pensionistas y como el retorno de los bárbaros. En los momentos difíciles, los gobernantes se olvidan del sector más activo y renovador del electorado, que es el que acaba provocando los movimientos de cambio. Y este olvido acaba siendo siempre el principio del fin, porque con las apelaciones al miedo se puede quizá aguantar un primer envite, pero no el segundo.

Otra vez, pues, con el discurso de la España roja y rota. Una docena de actos vandálicos, perfectamente aislados, pero debidamente jaleados mediáticamente, han sido utilizados para presentar a Izquierda Unida como una fuerza de choque bolchevique y al PSOE como un grupo de compañeros de viaje entregados a la subversión del sistema. La propaganda tiene siempre un límite: ha de ser mínimamente creíble. Contar películas a distancia infinita de la realidad sólo sirve para seguir restando credibilidad al que las explica. La ciudadanía lleva semanas viendo a diario manifestaciones masivas, pacíficas y con gentes de todas las gamas de edad, ideología, sexo y color. La ciudadanía lleva años viendo a esta izquierda tan mansa que lidera Zapatero. ¿Cómo alguien puede creer la historia que nos cuenta el Gobierno? Si algo da miedo no son los manifestantes, son quienes han metido al país en una guerra de la que nadie entiende ni el porqué ni los beneficios para España. Una guerra que para muchos ciudadanos, según reflejan las encuestas, ha hecho al país más inseguro de lo que era. ¿También cuenta el Gobierno con este efecto colateral de la guerra? ¿Confía Aznar en que el miedo a un atentado islamista acerque voto al poder?

Las cosas pueden ser más serias en el apartado España rota. Si hay que ser muy mayor y tener mucha memoria para ver la izquierda como amenaza en España, el terrorismo vasco es una base muy real sobre la que construir un relato de ruptura que galvanice al miedo. El debate preelectoral catalán, en que ha aparecido una vez más la cuestión de la reforma estatutaria, es un buen pretexto para el discurso del Gobierno. La escenificación de la ruptura PP-CiU, un recurso preelectoral habitual, que ni siquiera es necesario que esté escrito en los acuerdos de coalición, como algunos pretenden, es otro factor que ayuda a hinchar el globo.

El problema de este globo es lo que tiene de juego del aprendiz de brujo. Falsear los problemas es un modo de radicalizarlos. En Cataluña hay una amplia mayoría parlamentaria -de la que sólo queda fuera el PP, que siempre ha sido una minoría- que piensa que Cataluña es una nación. De esta premisa de partida, surgen interpretaciones diferentes. Esquerra Republicana aplica sin eufemismos el principio una nación-un estado, conforme al discurso de autodeterminación clásico; CiU practica la ambigüedad acerca de su programa de máximos y sigue apelando a la profundización del Estatuto, y el PSC, gobernado por Maragall, al que, como a su abuelo, le duele España, quiere una Cataluña fuerte que ayude a redimir a nuestros amados vecinos. Esta gama de colores coincide en un punto: más autogobierno. Y esto es lo que piden. Nada tiene que ver esto con la ruptura de España.

A Maragall le gusta hablar del triángulo España-Cataluña-Euskadi, para decir que una solución satisfactoria para el autogobierno en Cataluña desactivaría considerablemente la cuestión vasca. Pero viendo como el Gobierno acude sistemáticamente a los mismos argumentos en caso de apuro, empieza a ser legítimo preguntarse si realmente le interesa desactivar el problema vasco. En cualquier caso, no se puede felicitar por su sentido de la responsabilidad ni por su capacidad de imaginación a un Gobierno que fábula una alianza entre los nacionalismos periféricos, los socialistas y los antiglobalización. Gobernar no da derecho a decir cualquier tontería.

Ciertamente en las movilizaciones contra la guerra hay muchísima gente, de todas las clases, ideologías y posiciones. También del PP, aunque Aznar no quiera verlo. Pero esta coincidencia contra la guerra no compromete mayormente a nadie. Pintarlo como un frente popular es penosa demagogia. Ni siquiera llega a populismo. Y ahí está el problema: en la idea restrictiva de la democracia que el PP vende. A un año de unas elecciones, el señor Aznar, que no se volverá a presentar, argumenta que algunos quieren ganar en la calle lo que no pueden ganar en las urnas. ¿Qué idea de democracia es ésa? ¿Elecciones cada cuatro años y, en medio, todos callados excepto los medios de comunicación controlados por el Gobierno? ¿Dónde si no en la calle, en los medios de comunicación, en todos los ámbitos de la actividad social, deben los partidos políticos defender y difundir sus ideas, sus propuestas y sus posiciones? Detrás del reactivo discurso del PP, que retrotrae a los peores tópicos de la derecha española, ésta es una idea de democracia en la que el Gobierno campa con un monopolio absoluto del poder y la información y los demás están en sumiso silencio hasta que llega la campaña electoral.

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