El dilema del prisionero
Los ideólogos estadounidenses han presentado a la opinión pública la invasión de Irak como una defensa (mundial) y no como un ataque. Han esgrimido hasta la saciedad que el régimen de Irak posee armas de destrucción masiva que pueden ser utilizadas por sus dirigentes o llegar a manos de terceros para su uso en acciones terroristas. En tal caso -señalan- la humanidad estaría indefensa frente a sujetos desalmados, y por ese motivo es preciso actuar preventivamente: no atacamos, nos defendemos -dirían.
El planteamiento encierra una falacia: la más sangrienta. El origen del concepto de guerra preventiva se sitúa alrededor de los años 50 en plena guerra fría. La existencia de dos potencias mundiales con armamento nuclear (EE UU y URSS), permitió que se extendiera la idea en EE UU de que este país debía considerar a través del chantaje nuclear o de un ataque sorpresa y devastador establecer un gobierno mundial que asegurara la paz: la guerra que pondría fin a todas las guerras. La guerra preventiva sería algo así como la agresión por la paz. Esta formulación pertenece a lo que se ha denominado teoría de los juegos, y más en particular, al dilema del prisionero que responde a una formulación lógica y racional de un conflicto por el que el mejor resultado para todos es ajustarse a lo acordado, pero el mejor resultado para cada individuo por separado es ser el único que engaña al otro. En este caso, al tratarse de un proceso lógico, queda fuera de la decisión todo contenido ético o moral, pues su fundamento reside en la ganancia, esto es, no en el proceso de cooperación sino de deserción o lo que es lo mismo en la práctica de la traición o juego sucio: dos sujetos acuerdan la entrega de un objeto a cambio de una contraprestación, el mejor resultado es cooperar: con la entrega se recibe el dinero, pero como no es simultánea, el objeto se entrega en un lugar y el dinero en otro, el mejor resultado individual es no entregar el objeto y coger el dinero, y para el otro consistiría en no entregar el dinero y coger el objeto. Si los dos piensan lo mismo, no se pierde, pero si uno piensa en cooperar y otro no, gana el desertor. Esta concepción resulta, pues, inmoral, máxime si la deserción comporta el sacrificio de vidas humanas que nunca pueden ser tratadas como objetos.
Quien realiza un ataque preventivo no se defiende y, por tanto, su conducta no resulta justificada
Pero tampoco desde un plano jurídico es admisible. Quien realiza un ataque preventivo no se defiende, y, por tanto su conducta no resulta justificada. Para que una conducta se justifique requiere de un ataque previo real, efectivo, actual e ilegítimo. Toda defensa tiene un carácter reactivo, o lo que es lo mismo: ha de consistir en una reacción a una agresión ilegítima con el fin de conjurar un peligro para el bien que se trata de defender. Esta exigencia es ineludible si de lo que se trata es de restablecer un orden jurídico perturbado por quien realiza la agresión. Pero así mismo para considerarse justificada la conducta se requiere que la respuesta defensiva sea racional, es decir, que sea necesaria y proporcional, y sólo lo es cuando sea el medio menos gravoso de los disponibles para hacer frente a la agresión real.
La guerra preventiva en el caso Irak, no se compadece con los requisitos históricamente exigidos para que se trate de una conducta justificada, y, por tanto respetuosa con el Ordenamiento Jurídico (en este caso el internacional). No puede afirmarse que estemos ante un ataque real, actual o inminente. Los esfuerzos de la ONU precisamente estaban destinados a la comprobación del peligro para bienes comunitarios sin que hasta que se desata el conflicto se haya podido comprobar que el peligro sea real. La falta de idoneidad del pretendido peligro para los bienes jurídicos internacionales convierte el ataque preventivo de suyo en una agresión y por ende carente de justificación. Y asimismo está ausente la necesidad de una sedicente guerra preventiva, cuando se disponían de medios menos gravosos para atajar el supuesto peligro, cual eran las inspecciones y el desarme pacífico.
Y lo que es más grave, no existe supuesto legal habilitante para el inicio de la guerra. La interminable discusión sobre el alcance de las resoluciones de la ONU (en particular la 1441) resulta ociosa, si sólo se tiene presente que el órgano revestido de potestas y auctoritas para su interpretación y aplicación es el Consejo de Seguridad de la ONU. Resulta inadmisible que un país (o varios) la interpreten unilateralmente al margen del órgano legalmente encargado de tal cometido. Es impensable que un particular pueda irrogarse este derecho frente a los Tribunales encargados de interpretar las leyes y aplicarlas. La necesidad de un tercero ajeno a los intereses particulares encargado de aplicar las leyes es un principio básico del ius puniendi.
Blix y El Baradei no sólo han puesto de manifiesto que no han encontrado evidencias de la existencia de armas de destrucción masiva, sino que además las inspecciones requerían de meses para el agotamiento de la verificación del desarme. Si un Tribunal no puede, no debe, separarse de este criterio aun menos un particular o un miembro de este Tribunal colegiado para imponer una decisión. Y aún resulta más alarmante que iniciada la contienda bélica, quede en manos de los agresores (juez y parte) -sin control alguno- la determinación de las pruebas que ulteriormente pretenden que justifiquen su agresión.
Virgilio Latorre es profesor del Departamento de Derecho Penal de la Universidad de Valencia.
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