Apaga y vámonos
La quinta legislatura de las Cortes Valencianas se cierra con bronca y las morales de los partidos invertidas
En la Semana Santa de 1995 el candidato del PP, Eduardo Zaplana, invitó a cenar en el restaurante Ca'n Bermell de Valencia a un puñado de periodistas que no eran de su cuerda. Sólo se trataba de un trámite en su camino, ya imparable, hacia la Generalitat, que se produciría como resultado de las elecciones del 28 de mayo de 1995. Su intención no era otra que enfriar animosidades y rebajar la tensión de ese supuesto frente al que, en realidad, sólo vertebraba la dispersión. Tan pronto Zaplana constató que se trataba de un mosaico pegado con saliva y que muchas de sus piezas eran de escayola, se relajó y se sinceró en algunos aspectos, aunque sin dejar en ningún momento de nadar por la superficie y sin salirse de los espacios comunes. Sin embargo, terminó echando una gamba sobre la mesa, aunque algunos estaban tan pendientes de comerse las aceitunas que ni se enteraron. Con la misma solemnidad que si lo estuviese leyendo en letras de mármol proclamó: "En realidad, las Cortes no sirven para nada".
El gran asunto de Zaplana fue combatir la basura con más basura
No era una opinión, sino, por decirlo como el Capitán Garfio, una epifanía. Y muy pronto se sustanciaría. Superado el tránsito en el que la oposición recién desalojada del Consell sacaba pecho porque el Gobierno central todavía estaba en manos del PSOE, el Parlamento se demostró enseguida como el mejor escenario para compendiar las contradicciones propias de la descomposición del adversario. Durante esa cuarta legislatura -la primera de la era del PP-, apenas cogió el alpiste Zaplana y dejó el prêt à porter, las Cortes fueron la plaza pública donde acomplejar a la oposición con su trágica situación doméstica. Y el mejor territorio para hacer oposición de la oposición y aplicar el rodillo, con la calculada exposición de trapos sucios hallados en los altillos del Consell. La política había perdido su cancha, si es que alguna vez la tuvo.
La novedad en la quinta legislatura, continuismo aparte y barrida Unión Valenciana de los escaños y la presidencia, fue que el hemiciclo se convirtió en la mejor pasarela de moda del sastre Antonio Puebla. Mientras el socialismo quedaba reducido a escombros y sus únicos síntomas de vitalidad sólo se manifestaban en clave de supervivencia interna, Zaplana exhibía su tupido fondo de armario con americanas de cerillera alta, zapatos de doble hebilla y mocasines con cascabillos en el empeine, pisando firme hacia el éxito al que parecían predestinarle los acontecimientos. Entre tanto, Rita Barberá se miraba las uñas para comprobar si la laca coincidía con el rojo pompeyano de su vestido, Manuel Tarancón hacía el molinete con los dedos pulgares sobre su barriga y los dos hombres fuertes del Consell, José Joaquín Ripoll y José Luis Olivas, entrelazaban los dedos y se tocaban la nariz como actividad más reseñable de su reducida coreografía gestual y política.
En el interior de esa caja de madera con cielo de pavés translúcido se iban aplastando con la apisonadora de la mayoría absoluta las quejas del Síndic de Comptes por el grave estado financiero de RTVV, Terra Mítica y Cacsa. O los brotes descontrolados de legionela, así como las exhalaciones fétidas del nombramiento del ex director de Gescartera, Jaime Morey, como asesor de Presidencia y los oscuros contratos del Ivex con Julio Iglesias. Incluso la condena del ex consejero Luis Fernando Cartagena por haberse quedado con el cepillo de las monjitas de la hermana Bernardina.
El gran asunto parlamentario de Zaplana fue combatir la basura con más basura y usar las Cortes como caja de resonancia propagandística, como si fuera un plató de Canal 9. O bien subía al púlpito con la chistera y sacaba, según fuera de su conveniencia, un conejo o un globo para hincharlo y marcar el pectoral esculpido en el gimnasio Atalanta. O bien se hacía subir por su alguacil con carita de Madelman, Alejandro Font de Mora, el botijo del Plan Hidrológico Nacional para luego salir y hacer surf sobre la cresta de los contrasentidos socialistas. Para la oposición siempre fue un muro contra el que romperse la cresta. Nunca consiguió quitarle tierra de debajo de los zapatos.
Sin embargo un día estalló la burbuja del limbo europeo del Comité de las Regiones que envolvía a las Cortes. Tras vender la piel del oso de que iba a presidir el primer turno de este organismo sobredimensionado por la propaganda oficial, una coyuntura típicamente política se lo impidió. Fue el primer síntoma de una cadena de acontecimientos que estaban al caer. El segundo fue precipitar un acuerdo con Joan Ignasi Pla para la constitución del estatuto de los ex presidentes. Y luego sería llamado a ocupar el Ministerio de Trabajo, lo que le dejaba fuera de las Cortes Valencianas. El cartel de ese fin de época lo constituye su asesor de calcetines, Gregorio Fideo, tomando un Absolut Vodka esa misma mañana en la cafetería Roma como si fuera la última vez.
Entonces los socialistas empezaron a respirar. El caso Aguas de Valencia les dio más oxígeno, aunque Alicia de Miguel lo negó tres veces como el apóstol y puso en marcha el ventilador para que se ahogaran. Incluso Font de Mora subió el botijo tantas veces como fue necesario para lo mismo. Finalmente, la posición de José María Aznar ante el conflicto de Irak precipitaría los acontecimientos en la calle hasta invertir la moral de los partidos. Con un mazazo cabreado, Marcela Miró cerró el jueves una legislatura en que las Cortes han terminado financiando paellas y manifestaciones, con el PSPV desbordado por su propia espuma, los actores clamando contra la guerra y el PP desmoralizado porque empieza a verle el hueso al jamón.
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