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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El don de la oportunidad

Henry Kamen posee el don de la oportunidad. En un momento en que crece el interés por fenómenos tales como la llamada globalización o como el imperialismo agresivo de Estados Unidos, la reflexión sobre la constitución y funcionamiento de los imperios de la Edad Moderna ha cobrado un nuevo auge, patente en numerosas publicaciones recientes, como el excelente volumen sobre Las tinieblas de la memoria compaginado por Manuel Lucena Giraldo. Éste es el contexto en que aparece el nuevo libro del historiador británico asentado en nuestro país, que trata de ofrecernos una síntesis sobre la formación imperial española desde sus comienzos en tiempos de los Reyes Católicos hasta la paz de París de 1763.

IMPERIO. LA FORJA DE ESPAÑA COMO POTENCIA MUNDIAL

Henry Kamen

Traducción de Amado Diéguez

El País-Aguilar. Madrid, 2003

712 páginas. 28 euros

La obra es una panorámica de los distintos momentos y los distintos aspectos que definen a la Monarquía hispánica durante el tiempo en que fue y actuó como una potencia universal, la mayor que había conocido la historia. En ese sentido, el autor no descuida nada, dedicando sucesivos capítulos a los cimientos, la conquista de América, la instalación en Filipinas, las bases económicas que sustentaron la maquinaria administrativa y militar, el proceso de aculturación de las poblaciones indígenas y las innovaciones aportadas por los siglos XVII y XVIII. Todo ello servido por su contrastada cultura historiográfica, sus muchas lecturas y su capacidad de comunicación, unas virtudes que dan como resultado un texto al mismo tiempo riguroso y atractivo.

El libro aparece, pues, como un extenso resumen de nuestros conocimientos sobre el Imperio español a lo largo de los tiempos modernos, exento de grandes novedades. Es más, aquella que se presenta como la propuesta más revisionista del libro, es la fuente de una de sus contadas fragilidades. En efecto, el autor enfatiza constantemente en su discurso que el Imperio español no fue obra exclusiva de los españoles, sino de todos los hombres que habitaron dentro de las fronteras de la Monarquía (y aun fuera de ellas), ya fuesen flamencos, genoveses, indios o chinos. Esta afirmación, que puede resultar interesante de resaltar pese a su obviedad, impide, sin embargo, el planteamiento correcto de cuestiones tales como las relaciones de dominación/dependencia entre colonizadores y colonizados, al tiempo que enmascara el hecho, tan evidente como el anterior, de que las metrópolis imperiales se sirven de todos los recursos, humanos y materiales, de los territorios bajo su dominio, mediante fenómenos tales como la captación de cerebros, la colaboración de los colonizados en el mantenimiento del orden imperial o el drenaje de la riqueza para alimentar la economía metropolitana o para sostener las políticas dictadas desde el centro del poder. Es decir, interesa saber que los tlaxcaltecas ayudaron a Hernán Cortés frente a los aztecas, o que los chinos o sangleyes del Parián de Manila eran pieza fundamental para el comercio entre México y Filipinas, pero más interesa saber el carácter del papel subordinado que las poblaciones indígenas jugaron dentro del sistema imperial.

Por otra parte, esta insistencia en la participación de gentes de otro origen en la empresa de la Monarquía hispánica le lleva o bien a enfatizar hechos muy conocidos (como que los ejércitos, compuestos por mercenarios, eran plurinacionales) o bien a incurrir en claras exageraciones, como afirmar que las Indias estaban llenas de extranjeros (cuando nunca superaron un 10% de la población europea de América) o que la primera vuelta al mundo fue protagonizada por los portugueses porque Magallanes saliese al mando de la flota destinada a las Molucas.

También hay que decir que

el encomiable afán de exhaustividad que preside la obra se quiebra al fijar la conclusión en 1763, fecha a todas luces arbitraria pese a una justificación poco convincente del autor. Con ello queda fuera del libro la última etapa de la expansión, cuando el Imperio alcanza sus fronteras más dilatadas con la colonización de California, la administración de Luisiana, la exploración de las costas del Pacífico Norte, la ocupación (provisional o definitiva) de la isla de Pascua, de Tahití y de las Vavao en el Pacífico Sur, la incorporación de Sacramento (en el actual Uruguay) y la instalación en el golfo de Guinea (Río Muni, Fernando Poo, Corisco, las Elobey y Annobón) en virtud del tratado del Pardo de 1778.

Estas carencias privan de rotundidad a un libro que, por otra parte, presenta todas las cualidades que se reconocen a su autor a la hora de proponer síntesis razonables de temáticas complejas: su indudable conocimiento de los hechos, su escritura fluida y su exposición sugerente.

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