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Columna
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Amistades

He leído con interés el artículo que Eduardo Zaplana publicó en La Vanguardia, días pasados, en el que desvelaba su amistad con el jesuita Miguel Batllori, recientemente fallecido. Para mí, ha constituido una grandísima sorpresa. Ignoraba que a nuestro ministro de Trabajo le atrajese la figura del historiador, que juzgaba muy ajena a sus intereses. Pero, sobre todo, desconocía que Zaplana frecuentara su trato y que hubiera compartido con él "algunas reflexiones tan profundamente humanas como trascendentes". ¡Caramba, eso sí que son conversaciones serias y cómo siento habérmelas perdido! Desde luego, es algo de lo que no podrían presumir muchas personas de este país, ni siquiera algunos buenos amigos de Batllori, por los que el jesuita tenía un sincero afecto.

Desde que José María Aznar desvelara su pasión por la poesía, el tono intelectual de nuestros políticos se ha elevado considerablemente. El ministro Trillo ya se proclamó conocedor de Shakespeare -sobre el que, incluso, ha escrito un libro-, y Eduardo Zaplana se confiesa ahora admirador de un sabio como Batllori. ¿Escribirá, en un futuro, el ministro de Trabajo alguna biografía del historiador? No nos extrañaría, pues ha demostrado poseer dotes para la escritura. De momento, bienvenida sea esta preocupación por la historia y la lectura, que podría aprovecharse para realizar alguna campaña de publicidad, a las que tan aficionado es nuestro ministro.

Ahora bien, hay un suceso en el artículo escrito por Eduardo Zaplana que no queda bien explicado. Algo insinúa el ministro, pero lo hace en un tono tan velado y confuso que, quienes carecemos de perspicacia, no entendemos absolutamente nada. Porque, ¿cómo es posible que siendo Zaplana un admirador de Batllori, retirara una subvención para publicar las obras completas del jesuita? Convengamos que es una forma extraña de expresar admiración por un sabio. Es una lástima no haber podido conocer la opinión de Batllori al respecto. Sobre todo, porque no fue éste el único desaire que el ex presidente de la Generalitat le hizo al historiador. Por cierto, qué coraje el suyo para mantenerse amigo de quien le trataba así.

Y, sin embargo, yo no creo que Eduardo Zaplana mienta cuando confiesa su estima por Miguel Batllori. Seguramente, es cierto que deseaba lo mejor para el jesuita. Si no lo hizo, fue por estar afectado por el síndrome del Partido Popular: de ahí proviene lo que nosotros apreciamos como una contradicción y que otras personas llamarían, más crudamente, cinismo. Consiste este síndrome en que el individuo actúa justamente en sentido contrario a lo que desearía. Por ejemplo, a Zaplana le hubiera encantado difundir la obra de su admirado Batllori pero, en la práctica, se negó a hacerlo. Exactamente lo mismo les sucedió a los parlamentarios del Partido Popular, días pasados. Estos señores deseaban por todos los medios evitar una guerra contra Irak, que les dolía en lo más profundo de su corazón. Escuchándoles, uno no podía dudar de la sinceridad de sus palabras. Sin embargo, llegó la hora de votar en el Parlamento y lo hicieron unánimemente a favor de la guerra. Y, lo que aún es más sorprendente, aplaudieron alborozados tras la votación. ¡Maldito síndrome!

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