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La unanimidad sofocante

Sí, seguramente el éxito de una idea, de un eslogan, de una consigna, debe de consistir en eso: en que la hagan suya gentes de todo pelaje y condición, en que trascienda todas las contradicciones, en que llegue a resultar insoslayable. Aun así, desde mi inveterado recelo hacia las unanimidades, hacia cualquier clase de pensamiento obligatorio, no puedo evitar cierta desazón ante el monocorde, universal y acrítico "¡no a la guerra!" que corean de dos meses acá casi toda la ciudadanía de este país y casi toda la opinión publicada; la gran mayoría desde la buena fe y los mejores sentimientos, algunos desde un mal disimulado oportunismo.

Cuentan quienes los ven por imperativo profesional -sea para esos héroes mi más solidario afecto- que el asunto de la guerra de Irak reina estelarmente sobre los late shows televisivos españoles. Mejor dicho: que para toda esa fauna de boris izaguirres, javieres sardás, dinios, tamaras y demás especímenes instalados en programas como Crónicas marcianas, Hotel Glamour y similares, decir "no a la guerra" o lucir la pegatina correspondiente se ha convertido en el latiguillo que tanto vale para un barrido como para un fregado, en el recurso fácil que arranca del público ovaciones seguras, en el barniz de una seriedad impostada, en la versión moderna del "¡viva Fernando VII!" al que recurrían, en momentos de apuro, los malos cómicos de aquel reinado. Pero es que ya en las últimas entregas de la pasada Operación Triunfo se instaló ese mismo clima, y la ganadora, la eurovisiva Beth, acudió el otro día a su Súria natal en loor de "no a la guerra". Hasta el Barça, siempre tan cauto, se ha sumado a la marea pancarta en ristre, precedido por algunas de sus estrellas a título individual; al parecer, incluso Oleguer, un futbolista de la cantera, se permitió declarar en televisión que, puesto a escoger entre George W. Bush y Sadam Husein, él prefería a Sadam. O sea, como si le preguntasen por su favorito en un partido entre el Real Madrid y... Osasuna y él, claro, se inclinase por los navarros.

Si de los predios del famoseo o el espectáculo nos trasladamos a los de la política y el análisis, el paisaje es casi igual de unanimista y esquemático; ¡y pobre del que quiera introducir en su visión del conflicto matices y elementos de complejidad, porque -como le ocurrió a Jordi Pujol con su artículo del pasado día 17 en La Vanguardia- inmediatamente es tachado de tibio, de ambiguo o de cómplice de José María Aznar! Todos veníamos criticando con razón el simplismo y el carácter burdamente maniqueo del actual discurso exterior norteamericano, plasmado en esa monserga del "eje del mal". Pero, tal vez sin darse cuenta, incluso desde la prensa más seria se llega a aplicar contra Washington un maniqueísmo igual de grotesco; aquí mismo, y antes incluso de que cayese la primera bomba, pudo leerse acerca de "la nazificación de los Estados Unidos de Bush", juramentados según ese columnista para tallarse un Lebensraum de tipo hitleriano. ¿Es normal, pero sobre todo es democráticamente saludable, que España sea el único país de Europa donde ni un solo intelectual significativo apoye la intervención militar contra el infame régimen de Bagdad? Claro que ¡cualquiera se atreve, para que luego le pongan -metafóricamente hablando- como a una sede del Partido Popular!

Fundamentales en la construcción de este clima interno sin apenas fisuras, nuestros medios de comunicación han procurado además proyectarlo hacia el exterior, presentándonos un planeta cuasimonolítico en sus ansias de paz, aunque ello les obligue a maquillar la realidad. No, no se trata siquiera de manipulación informativa, sino de ese reduccionismo en virtud del cual los manifestantes antinorteamericanos en las calles palestinas, o yemenitas, o cairotas, o beirutíes, esos que ofrecen su sangre y su vida por Irak, llaman a la yihad y besan retratos del criminal de Tikrit, se convierten por ensalmo en pacifistas a la occidental, en nuestros compañeros de causa. O del exquisito pudor con que dichos medios esquivan la catadura de algunos socios del actual frente anti-Bush: por ejemplo, el amigo Putin, quien por ahora tiene en su haber muchos más muertos civiles que el tejano, y acaba de ganar el referéndum checheno con métodos y resultado dignos tanto de Franco como de Sadam Husein; o bien Fidel Castro, otro pacifista de tomo y lomo (no hay más que recordar sus expediciones militares al África negra durante las décadas de 1970 y 1980), que ha mandado pintar murales con el consabido "no a la guerra" mientras aprovechaba el jaleo para meter en la cárcel a otros 70 opositores demócratas.

Naturalmente, ni éstas ni otras argucias del discurso antibelicista hegemónico deslegitiman el "no a la guerra", ni tampoco legitiman la campaña militar en términos de derecho internacional. Sin embargo, me pregunto cuánto tiempo más podrá soportar sin daños nuestra convivencia cívica la tensión que provocan las manifestaciones diarias, los largos cortes de tráfico, las agresiones contra empresas... Me pregunto cuál es, en la escalada de boicoteos, acosos y ataques contra los dirigentes, los actos y los locales del Partido Popular, el límite entre la protesta lícita y el asedio antidemocrático, y si no lo habremos superado ya, o si acaso hay que esperar a que ocurra una desgracia. Después de haber oído acusar al Gobierno de criminal de guerra y de felón, me pregunto hasta dónde piensa llevar la izquierda institucional española su pirotecnia verbal, y si ha calculado los efectos secundarios de tanta pólvora, o si conoce el mito clásico de la caja de Pandora... Pues bien, frente a tales inquietudes, observo grandes dosis de beatería, de retórica y de emotividad, pero muy poca política.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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