Vocerío
Hay quien cree, sinceramente, que la democracia y la libertad consisten en que cada uno haga su real gana, sin tener en cuenta, para nada, el área del prójimo. Presumen, como campechanía y reciedumbre de carácter, de comportarse en público como si estuvieran en los confines privados. Muchas personas adultas de ambos sexos viven hoy desinhibidas, teniéndose por liberadas de complejos y consideraciones arcaicas, que es lo que antes eran los buenos modales. Que Madrid es uno de los lugares más ruidosos del planeta apenas caben dudas, y en creciente medida, de lo que deberíamos sentirnos avergonzados. Es incierto que se deba al carácter meridional, salvo la irrefrenable inclinación de los levantinos por el olor y el sonido de la pólvora, en fechas específicas. Conozco valencianos que aman su tierra pero se ausentan en estos días marceños del patriarca san José. Muchos navarros capitalinos abandonan Pamplona y ceden sus casas y habitaciones a las hordas de forasteros que bailan sin reposo, beben vino como si lo fueran a prohibir, lo vomitan con desenfado y se dejan cornear o pisotear por los despavoridos toros de los encierros. Una cosa son los excesos patronales y otra la consideración debida a los demás.
Se ha producido un insidioso fenómeno de mala educación generalizada cuyo origen podría estar -entre otros, es una estimación subjetiva- en el uso de los teléfonos portátiles, que han superado las barreras de la intimidad y producido un descontrol en el timbre de la voz. Al sentir tan próxima al oído la palabra ajena quizás se desencadene el mecanismo de respuesta acomodando la modulación como si viniera de una vecindad más alejada. Esto puede ser un disparate, como cualquier otra teoría. Los antiguos cafés centroeuropeos -en mis tiempos- acogían a varias docenas de clientes que tomaban el brebaje con parsimonia y apenas se percibía el tímido pasar de las hojas de un diario ensartado entre las varillas de un pulido vástago. No acierta quien crea que al otro lado del mar, en tierras de nuestra estirpe, la gente es bullanguera: en los lugares públicos; en los recintos comunes se dirigen con discreción a los compañeros de mesa, sin que llegue la conversación al vecino.
Más o menos siempre fue así, más menos que más, en el pasado. Hoy, el espejo de las costumbres se fija en la radio y, sobre todo, en la televisión, en esas numerosas y necias tertulias -que sin razón llaman debates- donde los presentes hablan al mismo tiempo, sin el menor interés por lo que los otros digan, desbordando al incompetente conductor o conductora, impropiamente calificados de moderadores. Cuando mayor y estridente sea el guirigay avícola, mejor cimentado está su éxito, aunque parezca sencillo cortar y distribuir el uso de la palabra en medidos turnos. Temen que tal criterio pueda ser considerado como ataque a la libertad de expresión, aunque los partícipes sean instruidos previamente en ese ágora de asistencia voluntaria, donde claman a grito pelado, sin resquicio para la controversia, sólo cortada con energía para dar paso a los mensajes publicitarios.
Otro alto y pernicioso ejemplo, con audiencia más restringida, es la retransmisión de algunas sesiones parlamentarias, en la augusta sede donde la mayoría de las intervenciones son leídas y no se ha visto, en muchos años, que discurso alguno, gubernamental u opositor, haya convencido a los adversarios, que intervienen luego desde la tribuna o el escaño, recitando otro papel que llevan escrito. Lo que se expone en el primer tramo está previamente deliberado en el seno de las comisiones. Las réplicas, igualmente redactadas de antemano, tienen un denominador común: en rarísimas ocasiones se respeta el límite de tiempo concertado y cualquier portavoz tendría a desdoro no ser amonestado varias veces por la presidencia. "Ya acabo", dicen, sin el menor propósito de abreviar. Don Emilio Castelar habría disfrutado como un enano, en el poder o en la oposición. Los diputados presentes, que han estado hablando entre sí, utilizando los teléfonos, o largándose del hemiciclo, aplauden con las manos o discrepan con los pies a la señal del capataz parlamentario. No es de extrañar que los comunes mortales imiten y reclamen el supuesto derecho a vociferar estentóreamente sus intimidades personales o laborales en el autobús, en la calle, en la cafetería, en cualquier parte a través de la telefonía portátil o directamente. Nos enteramos de asuntos ajenos dichos en el tono que emplearíamos para relacionarnos debajo de unas cataratas.
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