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Columna
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Acaso en este instante

Para ahora ya saben que soy mayormente optimista y confiada. Lo primero a veces con esfuerzo; lo segundo con espontaneidad. Que, como uno de los personajes de Juan Rulfo, "saboreo el olor" de la gente unida "como si fuera una esperanza". Que creo en el lenguaje, el más sofisticado y transparente, el más profundo y sutil de los instrumentos humanos de comunicación. En la capacidad de las palabras para explicar y convencer; para construir y combatir; para organizar y proteger. Para sustituirse cada vez a cada forma de violencia; y bastar. "Le diré puñales -afirma Hamlet- pero no los usaré".

No han bastado los discursos y entramos en guerra. Los hechos van a contradecir mi confianza, a ridiculizarla. No me rindo. Porque el mundo se destruye pero no se detiene y hay que seguir. Habrá que seguir buscando argumentos contra la fuerza bruta. Ordenando contra cualquier forma de violencia las palabras más capaces. Las más firmes, irreductibles, en el escenario de la provocación. Acabo esta frase y enseguida pienso en Beckett, porque es el escritor del borde del abismo y del caos. Porque si en algún escenario el lenguaje se enfrenta al horror es en la obra de Samuel Beckett. Lo tutea, lo afirma, lo asume, lo encarna pero sigue desafiándolo, buscando la manera de negarlo. Busco entre las páginas de Esperando a Godot y leo: "¿Habré dormido mientras los otros sufrían? ¿Acaso duermo en este instante? Mañana, cuando crea despertar, qué diré acerca de este día?".

Llevamos muchas semanas diciendo de todo contra la guerra. Multiplicando los análisis y las críticas, las razones intelectuales y los sentimientos para detener una intervención militar en Irak, para poner de manifiesto hasta qué punto es inaceptable. Pero la guerra sólo puede ser inaceptable antes de que se produzca. Una vez declarada, tiene que resultar además insoportable. Y esa distancia entre ambos conceptos yo me la represento como el trecho entre los iraquíes y nosotros; entre los que permaneceremos intactos pase lo que pase y las víctimas. Entre este cielo azul, inofensivo, y el aire infernal de Bagdad. Entre pensar el dolor y padecerlo.

Y tal vez para algunos no signifique nada salvar esa distancia en la metáfora, introduciéndose una guerra simbólica en el discurrir sin obstáculos de cada día nuestro. Pero es al menos una manera de no olvidar, mientras los otros sufren. Y me parece justo y mucho, por buen principio para la abolición de cualquier forma de violencia - ya he dicho que soy laboriosamente optimista-.

Y puedo conseguir no olvidar si, mientras caigan bombas sobre Irak, pronuncio aquí frases sin cabeza, como casas sin tejado O sin adjetivos -"la moral está en los adjetivos"-, como cuerpos sin ojos o sin piernas. Frases sin sentido, como caminos llenos de socavones y de minas, incapaces de comunicar o conducir. Frases de sintaxis arruinada, arrasada; para representar cómo en un instante alguien deja de ser. Cómo se instala nadie donde hubo una persona. O cómo aparece otro, monstruosamente desfigurado, irreconocible. Mutación sin retorno del cuerpo y del alma con todos sus nombres y de la memoria.

Y puedo conseguir no olvidar, si mientras duran la lava de las bombas, el terror, el ahogo, el estruendo, inicio aquí movimientos que se quedan sin futuro. Me llevo la taza a los labios y la bajo intocada. Si no cierro las puertas -ya no tienen allí ninguna intimidad-. Si no dejo que por las ventanas penetre el aire limpio. Miro este cielo primaveral y no lo aprecio. Si avanzo los labios hacia la otra boca y no cumplo el beso -cuántos besos prohibidos en Irak-. Si me acuesto sin el refugio de las sábanas.

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¿Dormiré mientras los otros sufren? ¿Beberé sin pensar de este agua que corre, mientras allí, acaso en este instante, la saliva es de polvo?

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