Anatomía de un golpe de Estado
Estados Unidos y su tradicional socio británico, con la connivencia del gobierno español han perpetrado un nuevo golpe de Estado. Uno más en la extensa relación. No hay más que recordar que sólo en América Latina, alentaron, financiaron, consintieron, apoyaron, instigaron o propiciaron diecisiete golpes de Estado preventivos o terroristas entre 1962 y 1976. Si miramos al resto del mundo, la relación de dictaduras y teocracias apoyadas y protegidas por las administraciones norteamericanas es interminable. En este caso, se han seguido todos los pasos y se han utilizado las mismas y viejas técnicas tantas veces ensayadas en ocasiones anteriores. La novedad reside en que por vez primera no han utilizado intermediarios, sino que lo han llevado a cabo ellos mismos, vulnerando las reglas básicas con las que la comunidad internacional ha convivido durante más de medio siglo.
"Aznar nos ha situado extramuros de la historia de una Europa que ha contribuido a dividir"
"Estados Unidos acogió con agrado las teorías ultraconservadoras del choque de civilizaciones"
Pensaba que después de la caída del muro de Berlín y del final del mundo bipolar, las cosas podían ser diferentes y que la práctica sistemática del doble rasero acabaría. Sin embargo, los objetivos básicos de política exterior norteamericana no cambiaron. Simplemente se inventaron nuevos enemigos exteriores para consolidar su nueva estrategia de consolidación de un nuevo orden mundial basado en el unilateralismo global. Tomaba forma así, desde comienzos de los noventa la conocida teoría de la nación indispensable, las naciones dependientes, las naciones voluntarias y los regímenes parias. Superado el primer momento de confusión por haberse quedado sin adversario, pronto desarrollaron desde el Pentágono su bien conocido discurso del oponente de potencia comparable, en alusión a Rusia y China. Se argumentaba (pensando en la necesaria autorización del Congreso norteamericano) que aunque todavía no eran adversarios reales, podrían llegar a serlo en una veintena de años, por lo que debía mantenerse el nivel de gastos militares.
Después de la primera guerra del Golfo pasó a cobrar más importancia la teoría de los conflictos regionales. De acuerdo con ella, se fue abriendo camino la idea de que las nuevas amenazas procederían de un conjunto de estados hostiles como Irán, Irak, Corea del Norte o Libia, relativamente bien armados y en poder de armas químicas o nucleares, que habían de obligar a Estados Unidos a mantener alto el nivel de gastos en defensa para ser el garante de la seguridad mundial y para estar en condiciones de tener que afrontar simultáneamente la eventualidad de dos o más conflictos regionales. No sólo financiaron generosamente las teorías sobre el fin de la historia, sino que acogieron con agrado las teorías ultraconservadoras sobre el choque de civilizaciones y los toscos enfoques sobre la nación imperial y su papel de policía planetaria.
Pese a todo, no existían argumentos contundentes como para incrementar el nivel de gastos militares a niveles comparables a los de la etapa Reagan. Sin embargo, los atentados del 11 de septiembre de 2001 vinieron en ayuda providencial de los halcones del Pentágono y de la administración Bush. No quiero decir con ello que conocieran con antelación la posibilidad del atentado y que no lo impidieran. Tengo derecho a pensarlo, a la vista de tanta manipulación informativa, de tantas pruebas falsas fabricadas y de tantas patrañas urdidas desde instancias oficiales. Digo únicamente que con ocasión del atentado se eliminaron todas las dificultades para incrementar sin límites los gastos militares y poder desarrollar, sin complejos y sin el menor respeto a la legalidad internacional, las viejas teorías, a veces mezcladas, de los conflictos regionales, de la nuevas amenazas del islam y del papel indispensable de la nación imperial como gendarme global.
A ello hay que unir la otra gran preocupación tradicionalmente manifestada por la administración norteamericana: el control seguro de los recursos naturales del golfo Pérsico y de la región del Caspio. La ventaja que ofrecen es que algunos de sus enfoques geoestratégicos son accesibles para su consulta. Cualquier lector mínimamente interesado en estas cuestiones puede encontrar artículos e informes elaborados por personajes muy influyentes de la administración norteamericana en revistas especializadas de política exterior, en publicaciones de prestigiosas instituciones y fundaciones e incluso en publicaciones oficiales. Si uno lee atentamente algunos informes (sugiero al lector el conocido como Informe Cheney de mayo de 2001, disponible en http://www.whitehouse.gov/enegy/National-Energy-Policy.pdf-) comprobará fácilmente que esta intervención militar hace tiempo que estaba decidida, antes incluso del atentado a las Torres Gemelas y al Pentágono. Hace muchos meses que era sabido que habría una intervención en Irak con el aval de la llamada comunidad internacional o sin él. Igual que era conocida la intervención en Afganistán y del mismo modo que sabemos que a Irak le podrían seguir otros países del área, como Irán, siempre que supongan un obstáculo para garantizar la seguridad de sus intereses geoestratégicos en la región.
Los discursos y las proclamas nada tienen que ver con la realidad de los hechos. Por esa razón, pueden darse situaciones paradójicas como el hecho de que casi la misma semana que la alianza anglo-norteamericana decide intervenir en Irak supuestamente para liberar al pueblo iraquí del dictador Husein, le son levantados los embargos al régimen de Pakistán, en manos de un militar corrupto que llegó al poder en 1999 mediante un golpe de Estado. La diferencia estriba en que la llamada opción pakistaní facilita la extracción de recursos energéticos desde el Asia Central. En este caso, cuando el golpe lo perpetra un dictador amigo las cosas son diferentes. Por eso no podemos creerles y por eso la mayoría de los ciudadanos del mundo se opone a esta intervención ilegítima.
En cuanto a Aznar, un autócrata vestido con su ridícula armadura imperial de hojalata, ¿en nombre de quién ha metido a España en esta acción ilegal, inmoral e injusta? ¿con qué objetivo nos ha hecho cómplices de la intervención, ignorando y despreciando a la amplísima mayoría moral que le hemos manifestado una clara oposición? El tiempo dirá cuáles serán las consecuencias y el alto precio que vamos a tener que pagar por haber volado conscientemente todos los puentes pacientemente tejidos desde hace más de tres décadas en materia de política exterior.
Decía Aznar hace unos días que con esta decisión pretendía sacar a España del rincón de la historia. En realidad está abriendo un peligroso camino hacia un proceso de disolución de la democracia constitucional. Nos ha situado extramuros de la historia de una Europa que ha contribuido a dividir, ha generado amplia desconfianza en el mundo árabe y nos ha hecho perder gran parte del reconocimiento ganado con tanto esfuerzo en el seno de la comunidad latinoamericana. De paso, ha alimentado entre los ciudadanos un grado de impotencia, de desconfianza y de falta de identificación con los pilares del sistema democrático como nunca se había tenido desde la transición. Espero que pague por ello y con él todos los que le apoyan con su silencio cómplice.
Joan Romero es profesor en la Universidad de Valencia
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