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Columna
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Inocencia

ALLÁ POR el comienzo del pasado siglo, y en una destartalada calle de un barrio proletario de París, un chaval de muy pocos años, llamado Louis Cuchas, mientras observaba, embebido, las triquiñuelas de un vendedor ambulante, oyó que un señor, refiriéndose a él, le comentaba a su mujer que jamás había visto una forma de mirar tan maliciosa en un niño. "Louis lo oyó y no sonrió", escribe Georges Simenon, el autor de la novela que narra su historia, La mirada inocente (Tusquets). "Sabía, de forma confusa, que no era cierto... No se burlaba de ellos. Tampoco los encontraba ridículos. Desde que nació, aún no había encontrado nada ridículo ni nada que no fuera digno de ser mirado". En realidad, desde que accedió a mirar el mundo que le rodeaba, y no simplemente a registrar mediante sus ojos lo que le concernía de forma interesada, Louis se halló frente a un festín visual tan inagotable y embriagador que se le quedó impreso en su boca ese rictus vago de alegría que cualquier buen hombre podía equivocar como una expresión de picardía. No recordaba cuándo se le produjo, por primera vez, ese beatífico estado de encandilamiento visivo, aunque sí la felicidad que le causaba mirar: "Iba de descubrimiento en descubrimiento, pero... no se esforzaba por comprender. Le bastaba con contemplar una mosca posada en la pared de yeso o las gotas de agua que se deslizaban por el cristal".

Aunque con el tiempo, y, por supuesto, de una manera por completo impremeditada, Louis Cuchas se hizo pintor y alcanzó la fama, lo extraordinario en la novela de Simenon es haber centrado su indagación sobre lo que predispone a ser artista, que consiste primordialmente en una determinada forma de mirar, se convierta o no luego ésta en una profesión de más o menos éxito. El título francés del libro, escrito en 1964, fue Le petit saint, literalmente "el santito" o, si se quiere, "el angelito", pero la versión elegida por Mercedes Abad, la traductora de la presente edición en castellano, sin traicionar el original, hace quizá más explícito su profundo sentido, porque califica esa experiencia de la revelación del mirar, la prehistoria de cualquier artista, como "inocente", un término que, en efecto, reúne la doble significación del ver como estado original -la pureza óptica, la transparencia- y como absoluta aceptación -el amor- de y por lo visible.

Tardó bastante tiempo Louis Cuchas en comprender que lo que él realmente buscaba como pintor era la "irradiación del espacio", eso mismo que Juan Ramón Jiménez denominó maravillosamente la "luz entera", pero jamás olvidó que todo procedía de ese don de la mirada inocente, y, quizá por eso, cuando, ya casi al final de su vida y en la plenitud de su fama, le preguntó un periodista qué imagen tenía de sí mismo, iluminándosele el rostro, entre alegre y púdico, no dudó en contestar: "La de un chiquillo".

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