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Tras la tormenta de arena

Timothy Garton Ash

Ahora que empieza la segunda guerra del Golfo, miramos a través de la tormenta de arena para intentar percibir la silueta del nuevo mundo que hay detrás. Como casi todos los mundos nuevos, en realidad es una mezcla de elementos viejos y nuevos. Unos oficiales estadounidenses se encuentran sentados ante pantallas de ordenador desde la que guían bombas teledirigidas para que inhabiliten los aparatos de mando de Sadam, a miles de kilómetros de distancia, mediante impulsos electromagnéticos. Las escenas de batallas intergalácticas de Star Trek parecen realismo decimonónico, en comparación. Pero luego veo a unos soldados británicos de infantería que se preparan, en Kuwait, para la lucha cuerpo a cuerpo. Un brigada insta a un joven soldado a que dé unos gritos rudimentarios de odio mientras clava una y otra vez su bayoneta en un muñeco que representa al enemigo y lo arroja a la arena del desierto. En lo fundamental, esta escena podría corresponder a la víspera de Agincourt, en 1415: un hombre al que otro convence para que mate a un tercero a base de introducir la hoja del acero en sus entrañas.

Lo mismo ocurre con la política. Hay una cosa bastante nueva: el Gobierno de Estados Unidos confía hasta tal punto en su abrumador poder militar y su razón moral que va a adentrarse en la región más explosiva del mundo con un sólo aliado real; o dos, si se cuenta Australia. Y otra muy vieja: la diplomacia de la ONU en el periodo previo a la guerra ha acabado por ser cuestión de un conflicto entre los adversarios más antiguos de Europa: Inglaterra y Francia. Como en Agincourt en 1415.

Durante las últimas semanas, el Occidente geopolítico de la guerra fría se ha derrumbado ante nuestros ojos. Las torres gemelas de la OTAN y la Unión Europea permanecen intactas desde el punto de vista físico, pero no desde el político. Nadie puede saber cómo va a ser el nuevo mundo. Como dijo Tony Blair en su magnífica intervención ante el Parlamento británico el martes, "la historia no nos descubre el futuro con tanta claridad". Ahora bien, podemos ver ya tres ideas generales que se disputan la sucesión del Occidente de la guerra fría. Son las concepciones que llamo rumsfeldiana, chiraco-putinesca y blairiana.

La idea rumsfeldiana -si es que idea no es un término demasiado digno- es que Estados Unidos tiene razón porque tiene poder. Tiene razón porque es Estados Unidos. El país norteamericano es una ciudad construida sobre una colina, la única hiperpotencia. Estamos en un mundo unipolar. La tierra de la libertad está siendo atacada por el terrorismo internacional, el nuevo comunismo internacional. Y tiene la obligación de defenderse. Además, al final, extenderá la democracia a lugares como Irak, de forma que hará que el mundo sea un lugar mejor. Si hay aliados que quieran ayudar, estupendo. Si no, se pueden encontrar "rodeos", como dijo Rumsfeld cuando parecía que las fuerzas estadounidenses iban a tener que entrar en Irak sin contar, siquiera, con el apoyo de las tropas británicas. Mientras tanto, se dedican a ofender a sus posibles aliados con comentarios llenos de torpeza.

La visión rumsfeldiana tiene algo de razón, así que está totalmente equivocada. Seguramente es cierto que, en la actualidad, Estados Unidos puede ganar la mayoría de las guerras por sí solo. Pero no puede ganar la paz por sí solo. Y la victoria en la "guerra contra el terrorismo" consiste en ganar la paz, en Irak, Oriente Próximo en general y más allá.

La idea chiraco-putinesca -si es que idea no es un término demasiado digno- es que el poder estadounidense es, por definición, peligroso. Jacques Chirac opina que no es saludable que un solo Estado disponga de tanto poder, pero es especialmente peligroso si dicho país es Estados Unidos (y no, por ejemplo, Francia). Por tanto, un mundo unipolar es inaceptable. La misión de Francia consiste en construir un polo alternativo. Dicho polo contrapuesto es Europa que, en la geografía gaullista, incluye Rusia. En otras palabras, Eurasia. La batalla diplomática de las últimas semanas, con la alianza continental franco-alemano-rusa (y china) enfrentada a la americano-británico-española (y australiana), de carácter marítimo, me recordó a la guerra de superbloques en 1984 de George Orwell. Él les daba el nombre de Eurasia y Oceanía.

La visión chiraco-putinesca tiene algo de razón, así que está totalmente equivocada. Es cierto que resulta poco saludable que una sola potencia -aunque fuera muy democrática y benigna- sea tan preponderante como lo es hoy Estados Unidos. Pensemos en una analogía fácil de evocar: ¿Sería beneficioso para la democracia estadounidense que la Casa Blanca pudiera hacer caso omiso del Congreso e ignorar al Tribunal Supremo en cualquier tema? Ahora bien, Francia puede hacer causa común con una Rusia semidemocrática (el carnicero de Chechenia) y una China totalmente no democrática en una campaña diplomática que ha ayudado temporalmente a Sadam Husein, pero ésa no es la mejor forma de avanzar hacia un mundo multipolar. En cualquier caso, nunca podrá verse una Eurasia agrupada contra Estados Unidos. Como hemos visto, incluso en esta crisis, la mitad de los Gobiernos de Europa ponen la solidaridad transatlántica por delante de las graves dudas de que la perspectiva del Gobierno de Bush sobre Irak sea sensata.

Esto nos deja el blairismo. La idea de Blair es que deberíamos reproducir una versión más amplia de la guerra fría, el Occidente transatlántico, como respuesta a las nuevas amenazas. Lo que él llama la "coincidencia" de las armas de destrucción masiva y el terrorismo tiene que atemorizarnos, por lo menos, tanto como nos atemorizaba el Ejército Rojo. Europa y Estados Unidos tienen que unirse para derrotarlo. Es verdad que a los europeos debe preocuparles el unilateralismo estadounidense, pero, como dijo ante la Cámara de los Comunes, "la forma de abordarlo no es la rivalidad, sino la colaboración. Los socios no son siervos, pero tampoco rivales". El pasado mes de septiembre, Europa debería haber dicho a Estados Unidos "con una voz única" que estaba dispuesta a ayudar a Washington a enfrentarse a la doble amenaza del terrorismo y las armas de destrucción masiva, siempre que Estados Unidos siguiera la ruta de la ONU y reanudara el proceso de paz en Oriente Próximo, entre Israel y Palestina. Ocurra lo que ocurra ahora, Europa y Estados Unidos deben colaborar como socios y, siempre que sea posible, hacerlo a través de las instituciones internacionales del mundo creado tras 1945.

La idea de Blair es completamente acertada. Lo malo es cómo ejecutarla. El propio Blair ha cometido dos grandes errores en este último año. El primero fue no esforzarse más, en septiembre, para intentar lograr que Europa hablase "con una voz única". Por el contrario, se incorporó prácticamente al debate interno del Gobierno de Washington y despreció a Berlín y París en el momento en el que emprendían, juntos, un vals contra la guerra. El segundo fue olvidar que la colaboración, a veces, también supone decir "no". Da la impresión de que Blair es ese tipo de inglés decente que siempre dirá no a las drogas pero nunca a Washington. Los dos errores están muy relacionados. Si hay una voz europea más fuerte, resultará más creíble que pueda decir que no, por lo que seguramente será menos necesario que lo haga.

No estoy nada convencido de que esta guerra concreta, en este momento concreto, sea legítima, necesaria o prudente. Espero, contra todo pronóstico, que nuestra victoria sea rápida, que el perverso régimen de Sadam se derrumbe como un castillo de naipes y que las consecuencias en Oriente Próximo sean positivas, para Irak, el resto del mundo musulmán y el proceso de paz entre Israel y Palestina.

En cambio, estoy totalmente convencido de que la visión blairiana de un nuevo orden político mundial de posguerra es la mejor que existe en el sombrío mercado de los dirigentes mundiales. Por tanto, perderle a causa de esta guerra sería un grave problema, no sólo para Gran Bretaña, sino para el mundo. Evidentemente, lo malo es que, para hacer realidad la visión blairiana, es preciso que se adhieran a ella París y Washington. Con Jacques Chirac en un extremo y Donald Rumsfeld en el otro, no parece que haya buenas perspectivas. Claro que, en la tormenta de arena bélica, las viejas cartas volverán a barajarse.

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