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Columna
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Rachel Corey

El pasado día 16, pocas horas antes de que Bush, Blair, y Ansar se reunieran en las islas Azores para dinamitar la legalidad internacional, las excavadoras del ejército israelí aplastaban a una joven pacifista norteamericana, Rachel Corey, que intentaba, con su presencia, evitar la destrucción ilegal y violenta de varias casas palestinas. Rachel intentó en vano convencer al soldado que conducía la excavadora de que no prosiguiese con su trabajo. Este, desde lo alto de su máquina, la miró por última vez y decidió cumplir sus órdenes, pasando por encima de la joven.

Lo ocurrido con Rachel Corey no es sino el anticipo de lo que el triunvirato de las Azores nos tiene preparado para el futuro: el fin de cualquier atisbo de legalidad que resulte molesto para los intereses de quienes pretenden hacer un mundo a su medida. En realidad, lo ocurrido en las Azores no es sino la consagración formal de algo que venía anunciándose en Guantánamo, en Palestina, en el Tribunal Penal Internacional, o en el Protocolo de Kioto, por poner sólo algunos ejemplos. La reunión de las Azores ha representado mucho más que una declaración de guerra contra Irak. Ha escenificado la decisión de afrontar los problemas del mundo al margen de acuerdos, consensos o leyes. Algo a lo que Rachel Corey intentaba oponerse con su testimonio de acción no violenta.

Va a iniciarse una nueva guerra. El escenario de la misma será, en principio, Irak, pero en realidad aquélla se plantea contra todo lo que tenazmente, paso a paso, se había ido construyendo desde el fin de la segunda guerra mundial. Es una guerra contra las Naciones Unidas, contra la Declaración universal de los Derechos Humanos, contra la cultura de la paz, contra los intentos de construir un mundo más democrático, más justo, y más habitable. Y, digámoslo claro, es una guerra contra la posibilidad -si es que aún existía- de que Europa fuera capaz de convertirse en una alternativa democrática y social al autoritarismo neoliberal que, desde hace un par de décadas, trata de imponerse al mundo, arrasando todo cuanto se opone a su avance.

Dijo Saramago el otro día que se habían equivocado quienes creían que tenían el camino expedito para hacer lo que quieran. Lo cierto es que muchos miles de personas de buena voluntad se han echado a la calle en todo el mundo para intentar parar esta locura. Ya advirtió U Thant, quien fuera secretario general de la a ONU hace varias décadas, que las relaciones internacionales eran asunto demasiado importante como para dejarlo en manos de los gobiernos. Hoy, en estos albores del siglo XXI, mucha gente parece haberlo entendido así y trata de actuar en consecuencia, ejerciendo un protagonismo que parecía olvidado. Cada cual de una manera diferente, pero todos con una misma lógica, la de intentar defender un mundo más humano, más democrático, y más sostenible.

"Pensar globalmente, actuar localmente" fue la máxima de los movimientos ecologistas en los años 70. Rachel Corey había hecho de Palestina su lugar de actuación, oponiéndose con su cuerpo menudo a las formidables excavadoras del ejército israelí, enarbolando la bandera de la justicia y del derecho frente a la lógica de la barbarie, alzando sus manos frente a las armas. Ahí la asesinaron, y ahí quedó su testimonio en estas vísperas de una masacre.

Mientras sus amigos pacifistas recogían el cadáver de Rachel, Ansar volvía triunfante de la reunión de las Azores, henchido de orgullo por haber compartido mantel y micrófono con Bush y Blair. Mientras Rachel Corey era llorada, Ansar ponía los pies sobre la mesa, se fumaba un puro, y comentaba distendido los resultados de la liga de fútbol.

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