La hora cero de Sadam
Sadam Husein ha decidido ignorar el ultimátum de 48 horas dado por el presidente de EE UU, George Bush, para que abandonara Irak como único medio de evitar la guerra inminente. La esquizofrenia de esta situación de vigilia quedaba ayer ejemplarmente de manifiesto con la simultaneidad de dos hechos. En Nueva York se reunían los ministros de Exteriores de los países miembros del Consejo de Seguridad -con la notoria excepción de los de EE UU, el Reino Unido y España- para escuchar un nuevo informe de los inspectores de armamento y subrayar así el valor de la legalidad internacional y del máximo organismo de Naciones Unidas, y mientras tanto, tropas estadounidenses y británicas se desplegaban masivamente en la zona desmilitarizada entre Kuwait e Irak esperando una orden de invasión que podía llegar en cualquier instante.
Rotos todos los puentes dialécticos y tras la aparente decisión del dictador iraquí, sólo un golpe de Estado en el último minuto podría evitar la tragedia en ciernes. En cualquier caso, y por lamentable que sea el camino que ha llevado a una situación irreversible, Sadam está todavía en disposición de prestar un último servicio a su pueblo abandonando el poder aunque la guerra comience. Si no es así, los jefes militares de Bagdad no podrían adoptar decisión más valerosa que la de no combatir contra unas fuerzas exponencialmente superiores y capaces de convertir su país en un infierno.
Por injusto y desproporcionado que pueda ser el ataque, al Ejército de Sadam le queda el recurso supremo de abandonar las armas. Sería su mayor victoria, porque permitiría a los sufridos iraquíes librarse del déspota y su camarilla sin pagar por ello con el precio de sus vidas, ajenas a las componendas de un poder corrompido.
El postrer llamamiento diplomático de ayer en Nueva York a la evitabilidad de un choque inexorable tiene la dignidad de lo que debe hacerse, aunque la situación sea desesperada. Pero la Casa Blanca lo anunciaba ayer casi simultáneamente: han sido desenfundadas inequívocamente las flechas de la conflagración y están ya bien tensadas en el arco. A los Gobiernos que han tratado de evitarla corresponde ahora aunar sus fuerzas para ayudar a los iraquíes a atravesar su nuevo desierto. Del anunciado desastre bélico debe renacer vigoroso y civilizador el papel de Naciones Unidas.
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