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¿Qué significa adoptar la Constitución como patria?

Hace ahora poco más de 7 años, Francisco Tomás y Valiente, Catedrático de Historia del Derecho y Presidente del Tribunal Constitucional, fue cobardemente asesinado por un tal Bierzobas mientras hablaba por teléfono con su amigo Elías Díaz, profesor de la Universitat de València durante un par de cursos en la década de los 70 y ahora catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Pensando en Elías Díaz o en el desaparecido Tomás y Valiente, este gran español valenciano, es posible ponerle cara en nuestro país al "patriotismo constitucional" acuñado por Sternberger en Alemania hace varias décadas y divulgado después por Habermas. No son los únicos, ni mucho menos, pero sí son un buen ejemplo. Tomás y Valiente, o su interlocutor telefónico en el momento fatídico de su muerte, encarnan perfectamente la mejor filosofía de esa noción, a priori confusa y abstracta, que tan superficial como interesadamente ha hecho suya el Partido Popular en España. Es un caso más de abuso semántico, con consecuencias no precisamente irrelevantes desde el punto de vista práctico y político-jurídico.

El patriotismo constitucional que defendía, aunque no lo hiciera bajo esta fórmula, Tomás y Valiente o que sigue defendiendo Elías Díaz, en las aulas y en los libros, supone al menos lo siguiente: 1.- La Constitución como lugar de encuentro, como punto de referencia del vínculo social y político, de manera que ser ciudadano sea un asunto de compromiso con los valores de libertad, igualdad, pluralismo y solidaridad, también con la paz, desde la identidad y la posición particular de cada cual, sin renunciar al humus prepolítico, como recuerda Javier de Lucas, y no una cuestión sustantiva, étnica o cultural como suelen proponer los nacionalismos de todo tipo y pelaje, presentes o históricos; 2.- La democracia debe entenderse como algo más, cuantitativa y cualitativamente hablando, que la participación más o menos regular en elecciones periódicas; exige deliberación racional y no sacralizar, en términos morales, la decisión por mayorías. La democracia constitucional, por eso es constitucional, concede sólo un valor prima facie a la regla democrática; los derechos humanos y las reglas garantistas del Estado de Derecho, en particular la presunción de inocencia y por supuesto la privacidad, junto a la misma regla democrática, como tal regla, constituyen un insoslayable coto vedado, como diría Ernesto Garzón, para la democracia; 3.- Laicidad del Estado precisamente como mejor forma de respetar el pluralismo religioso y la libertad de conciencia; 4.- Defensa sin amputaciones, subjetivas o de contenido, de los derechos humanos, es decir: los derechos como derechos de todos y los derechos como un todo que incluya en pie de igualdad, junto a los civiles y políticos, a los de naturaleza económica, social y cultural, también como instrumentos para la identidad individual (por ejemplo sexual; véase la magnífica película Las horas) y colectiva.

¿Cuál es sin embargo la versión de la "constitución como patria" que nos viene ofreciendo, sobre todo en los últimos tres años, el Partido Popular? A mi juicio, son dos sus notas más sobresalientes: el patriotismo es en verdad patrioterismo (español, y sobre todo castellano; uniformador) y la lealtad a la constitución es en verdad beatería hacia la constitución, sacralizándola de un lado, tal y como ellos la entienden claro, e imponiéndola como arma arrojadiza a los demás, no sólo a los enemigos del sistema, que los hay desgraciadamente en España, sino también a los amigos críticos de dentro. Trataré de explicarme con mayor precisión. Para el Partido Popular, si mi percepción es la correcta, el patriotismo constitucional significa lo siguiente, o al menos a eso es a lo que ha llevado: 1.- La Constitución como lugar de desencuentro, apropiándose de lo que en sus orígenes vieron cuando menos con ojos escépticos, aceptándola entonces a regañadientes y promoviendo hoy una democracia peor, más cicatera y menos plural, que penaliza no sólo la disidencia sino también la mera discrepancia, el menor desacuerdo, en suma, la libertad de expresión. ¿Pongo ejemplos?: a) la reacción frente a "el no a la guerra" durante la Gala de los Goya; b) la supresión de todo atisbo de crítica en la televisión pública y privada. 2.- Un debilitamiento de las garantías procesales y un menosprecio por el valor de la intimidad, de la privacidad, impulsando una televisión particularmente basura, por no decir repugnante, en este aspecto. 3.- Un reactivado confesionalismo, beligerante y desvergonzado que sueña de nuevo con convertir el pecado en delito y, a fortiori, a los pecadores en delincuentes aunque sean niñas de 9 años, violadas, que interrumpen su embarazo para salvar su propia vida; por cierto, la preterconcejala Botella prefirió no plantearse este asunto, fácil para cualquier jurista, pero sobre todo para cualquier persona con un poco de sentido común y algo de humanidad. 4.- La exclusión sistemática e institucionalizada de ciertos sujetos (en particular, de cierto tipo de extranjeros pobres, los inmigrantes, en especial los llamados irregulares) de no pocos derechos y de no poco importantes (vg., los de reunión, asociación o manifestación). 5.- La degradación, eviterna, de los derechos sociales a una categoría menor de los derechos humanos, hermanos pobres sometidos siempre a un regateo político por si acaso ayudan a hacer una sociedad más justa, más igualitaria. ¡Si están para eso! Se nos recuerda, con más cinismo y menos elocuencia que los fisiócratas del XVIII, el riesgo serio que suponen aquellos, si se toman en serio, para el sistema capitalista, para la globalización financiera, que en última instancia, según nos dicen, es un riesgo para la libertad misma; en suma, todo esfuerzo emancipador de los que Quesney llamaba "estériles de la sociedad", ignorantes felices si se les mantiene en esa ignorancia como describe la Fábula de las abejas de Mandeville, constituye una bomba de relojería en la más estricta tradición de la parábola del Banquete de Malthus. Si repartimos el pastel, nos quedamos sin él. Si universalizamos de verdad los derechos, desenmascaramos la falacia de la globalización económica que supone, cada vez más, el máximo enriquecimiento de menos.

Frente a todo esto y mucho más, no está de más releer Estado de Derecho y Sociedad democrática de Elías Díaz, un libro de 1966 secuestrado por la dictadura franquista y reeditado en los últimos años, o A orillas del Estado de nuestro recordado Tomás y Valiente. Si defendemos el patriotismo constitucional, hagámoslo en serio, sin prostituir su significado, y no sólo por respeto hacia los que pensaron en este noble y democrático proyecto de convivencia, sino porque puede pensarse sin mucho esfuerzo, y aquí radica su potencialidad, como modelo político-jurídico para todos, llenando de contenido el mejor sueño cosmopolita, saltando las fronteras originarias de los Estados-nación para el que fue pensado, precisamente porque son los derechos humanos, al fin y a la postre, el único test de pertenencia. De entrada, como diría Hobbes a pesar de sus malos intérpretes: ¡No a la guerra!

José Manuel Rodríguez Uribes es profesor titular de Filosofía Jurídica de la Universitat de València.

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