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Columna
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La vida

Rosa Montero

Acabo de ver un documental televisivo formidable en un canal alemán. Fue rodado en diversos parques de Pekín y nadie dice una sola palabra. Sólo se ve gente bailando, grupos diferentes con melodías diversas, modestos vecinos que se reúnen en cualquier explanada con un radiocasete barato y se pasan la tarde brincando.

Hay cientos de ellos, miles. Cultivan distintos registros musicales, desde piezas tradicionales chinas hasta canciones rock de los sesenta, pasando por las melosas baladas de Sonrisas y lágrimas. Pero lo más sorprendente es que todos, ellos y ellas, deben de tener unos setenta años. Ahí están, ataviados de colorines, con esas ropas occidentales baratas y de mala calidad que, por su aparente diversidad, te permiten sentirte distinto por muy poco dinero; y es que, cuando te han obligado a vestir el uniforme mao durante años, poder ponerte una horrorosa camiseta color fucsia es un hecho cargado de sentido.

Ahí están, serios y concentrados, ejecutando sencillas coreografías al unísono, con esa afición por los movimientos colectivos de los orientales. De primeras, esos abuelos cursis y rockeros te parecen ridículos; pero luego te paras a pensar en lo que han vivido. Un chino de setenta años ha conocido la cruel guerra contra los japoneses, la contienda civil entre el Kuomintang y Mao, el delirante régimen maoísta, la aún más delirante y feroz Revolución Cultural, las privaciones, la represión, los campos de reeducación... el horror en la Tierra. En los peores momentos, tener una novela occidental en tu poder podía causar tu muerte (lo cuenta Dai Sijie en Balzac y la costurera china); y, si estabas detenido por desafecto al régimen, tus carceleros dormían contigo en la misma cama para que ni siquiera pudieras llorar por las noches (lo explica Jung Cheng en Cisnes salvajes). Estos ancianos vienen del infierno; y durante toda su vida tuvieron que ocultar algo tan inocente como que les gustaba el rock, las canciones melosas o las danzas tradicionales, que también estaban prohibidas. Hoy, a los setenta, hacen piruetas en los parques, felices de haber sobrevivido; y ese meneíllo rítmico, y sus camisetas tan horteras, son un modesto triunfo de la libertad. Qué hermosa es la vida, pese a todo.

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