Que viene el Coco
Supongo que a toda persona que de vez en cuando colabora en un periódico la llegada de las fiestas falleras la pone en un brete. Por un lado, resulta que sólo se pueden decir tópicos: que si la alegría, que si la primavera, que si la pólvora y la luz. Por otro, todos sabemos lo difícil que es tratar este asunto con objetividad. So pena de que te acusen de "antivalenciano" (curioso apelativo que no tiene más de un cuarto de siglo y que han puesto de moda dos batallas, la de la lengua y la del PHN), uno debe guardarse cuidadosamente de formular la más mínima crítica, aunque las Fallas, como todo lo humano, encierran aspectos positivos y aspectos negativos. Una salida prudente es no escribir y mirar para otro lado. El problema es que mi barrio huele a buñuelos que tira de espaldas, que ahora mismo están haciendo en la calle una paella gigante, que casi no se puede ya circular en coche y que la chiquillería hace estallar petardos en cada esquina. Y es inevitable que, en estas circunstancias, uno se plantee no qué fiesta es ésta, sino qué clase de gentes somos los que la hacemos.
Otro día tal vez hable de los aspectos negativos, que consisten, fundamentalmente, en la sospecha de que el asunto se le está yendo de las manos al Ayuntamiento de Valencia y de que una ciudad de un millón de habitantes, la cual, además, es el centro de una activa área económica, no puede permitirse unas fiestas como éstas más allá de un fin de semana estricto. Pero ahora me interesan los aspectos positivos. Siempre me ha llamado la atención la solidaridad que generan las fallas, ese hálito de sociedad tradicional que exhalan todos sus poros. Vas a un casal y gentes que no te conocen de nada te aceptan y hasta te invitan como si llevases toda la vida con ellos. Te paseas de madrugada por cualquier barrio -en una ciudad en la que la delincuencia ha subido de manera escandalosa en el último lustro- y, sin embargo, hay tanta gente que puedes ir tranquilo, no te pasará nada (siempre y cuando el robo de la cartera quede excluido de la lista, claro). Te paras ante los monumentos de cartón piedra y descubres un mundo atávico, el de la familia de siempre, con sus coletazos machistas y horteras, para qué negarlo, pero que en el fondo te produce una rara sensación de nostalgia.
Y ahora viene la pregunta del millón: estas gentes, estos falleros y falleras que son nuestras gentes, que somos nosotros, ¿qué tendrán que ver con el mundo en el que nos quieren embarcar? Resulta que, entre la vieja Europa y la nueva América, otros han decidido por nosotros y quieren que seamos como la nueva América. Pero basta ver las Fallas, aunque sólo sea un día, unas horas incluso, para comprender que nada tenemos que ver con ella. No digo que ese mundo sea peor que el mundo de este lado del Atlántico, sólo digo lo que es obvio, que las Fallas que conocemos podrían darse, y de hecho se dan de forma muy parecida, en los carnavales de Venecia, en la fiesta de la vendimia de cualquier pueblo francés, en el Oktoberfest de Múnich, pero nunca en los EEUU. Son estos un país extraño, un país de solitarios que viven encerrados entre su trabajo y su casa-fortaleza en mitad del campo, de jóvenes que pierden todo contacto con la familia y se trasladan a vivir a miles de kilómetros del hogar familiar en cuanto cumplen la mayoría de edad, de personas que cualquier desaprensivo que domine la televisión, su único medio de contacto con la sociedad, puede llevar adonde quiera.
Y ahora resulta que dicen que no queremos ser europeos, sino americanos, ¡vaya por Dios! Es verdad que el menosprecio oficial de nuestra manera de ser, el verdadero pecado antivalenciano, antiespañol y antieuropeo, no es sólo cosa de estos días, viene de más lejos. Ya nos habíamos acostumbrado -¡qué remedio!- a que los barrios marginales de las ciudades mejor urbanizadas tuviesen calles sin asfaltar, esquinas en que se trapichea droga ante las mismas narices de los guardias y solares eternamente cochambrosos: hay ciudadanos y súbditos. También habíamos asumido que esta división de los servicios sociales se extienda a la educación: por un lado, centros privados con instalaciones de lujo, niños y niñas con ropa de marca y una selección estricta que excluye repetidores y, por supuesto, inmigrantes; por otro, centros públicos que más bien parecen reformatorios reciclados, sin dotaciones, con profesores al borde de la depresión y una mezcla de niveles que hace imposible cualquier progreso. Volvimos a resignarnos: hay escuelas e institutos de primera y de segunda. Incluso aceptamos que hubiese zonas y zonas: países en los que la población está bien alimentada, las enfermedades suelen tratarse adecuadamente -por lo que la esperanza de vida es alta- y la gente tiene empleo fijo; y países en los que hay hambre, la gente se muere joven y se pasa la vida entre el paro y algún trabajo ocasional. También lo veíamos como inevitable: es la lógica de la globalización.
Alguna vez se intentó corregir esta tendencia bipolar malsana y, especialmente en Europa, los barrios tuvieron calidad; la escuela pública, dignidad; las zonas desfavorecidas, igualdad. Era la herencia de la Revolución francesa, que en España cristaliza en las Cortes de Cádiz y que, después de la segunda guerra mundial, se intentó hacer extensiva a todos los europeos en el tratado de Roma. ¡Qué lejos queda todo esto! Ahora parece que Europa ha dejado de estar de moda y que urge apuntar hacia ella todas las armas de destrucción masiva: el urbanismo basura, la enseñanza basura, la naturaleza basura, la política basura. Pero de lo que nadie podrá convencernos es de que ello resulta inevitable. Estos parámetros de injusticia social y de creciente separación entre ricos y pobres, no son sólo tercermundistas, y ni siquiera de forma señalada, porque al tercer mundo siempre le queda la solidaridad como valor refugio. Basta leer el libro de Robert Kaplan Viaje al futuro del imperio, para darse cuenta de que estos antivalores son precisamente los del abismo hacia el que se encamina la sociedad de los EEUU, una de las más desgraciadas del llamado primer mundo. Un horizonte kafkiano contra el que luchan muchas personas en los EEUU, desde luego, pero hasta el momento sin que logren traspasar el muro mediático que el sistema ha alzado frente a ellas.
No sabemos qué puede pasar mañana. Me temo que nada bueno y que la herida que una decisión irresponsable ha infligido a la esperanza de un mundo diferente, representado por los ideales europeístas, tardará mucho en cicatrizar. De momento, el pueblo valenciano sigue haciendo estallar petardos lúdicos, que no bombas asesinas, mientras se mofa de la terrible amenaza que para Occidente representa el tirano de Irak inmortalizándolo en un ninot con un cartel que reza: ¡que viene el Coco!
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)
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