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Columna
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Una política antigua

Josep Ramoneda

El presidente de Estados Unidos, con la compañía de dos gobiernos satélites, después de un fracaso diplomático que le ha dejado más aislado que nunca, ha decidido dar un golpe institucional y poner en marcha una guerra en nombre de las Naciones Unidas, que no la han autorizado, y de una comunidad internacional que mayoritariamente se opone a ella. Esto es lo que ocurrió en las Azores, donde Bush, los satélites y el patético anfitrión dieron un espectáculo en que todo sonaba a antiguo.

Antiguas fueron las maneras. En los últimos meses la ciudadanía ha enviado múltiples mensajes a los gobernantes sobre cómo quiere que sea la política. Quedó claro, una vez más, que no llegan. Se pide autoridad y siguen ofreciendo autoritarismo. Se pide transparencia y siguen instalados en la mentira y el eufemismo: no han aportado una sola prueba de la relación entre Irak y Al Qaeda y la reiteraron hasta la saciedad, estaban a dos días de lanzar una guerra y seguían diciendo que trabajan por la paz. Se pide humildad y se ofrece arrogancia: sólo Blair puso el tono de gravedad que la situación requiere. Se pide respeto y se responde con paternalismo: van a salvar a la humanidad y a la ONU (cuando nadie les ha pedido que les salven) y prometen a los pobres iraquíes que les construirán un país maravilloso (después de haber destrozado el que tienen, por supuesto). Se pide complicidad y responden con la distancia del que sabe lo que es bueno para el mundo aunque la inmensa mayoría piense lo contrario. Se pide sensibilidad y responden con hirientes manipulaciones: ahora se acuerdan del problema árabe-israelí, justo cuando está a punto de empezar la guerra.

Antiguos fueron los propósitos: el retorno al colonialismo del siglo XIX. Estados Unidos e Inglaterra -lo de España es cruel: Aznar se pone al frente de la batalla, pero con una aportación militar que no pasará de simbólica- ocuparán Irak, instalarán un régimen a su imagen y semejanza, y tratarán de controlar la región desde esta base. Esta historia ya es conocida. Y también es conocido que acostumbra a acabar mal. Pero Estados Unidos tiene un plan y hay que cumplirlo guste o no. Y si no se cumple, la culpa es de la ONU por no obedecer.

El presidente Pujol, en un largo ensayo en La Vanguardia, habla del gran estropicio que esta crisis está provocando. "Las Naciones Unidas pierden valor práctico", aunque hay que reconocer que nunca han ido sobradas de eficacia, basta ver la cantidad de resoluciones no cumplidas. "La Unión Europea está quedando muy herida", aunque ha descubierto algo muy importante: que tiene una opinión pública, y esto quizá es más decisivo para el futuro que las diferencias entre sus gobernantes. "Va a ser grave el deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y Europa", todo se globaliza, el concepto de Occidente también, con lo cual pierde adscripción territorial y precisión doctrinal. "Se puede reforzar el resentimiento árabe", aunque es verdad que en vigilias de todas las contiendas se nos ha advertido de esta amenaza sin que después se produzcan explosiones mayores. "Se incrementa el distanciamiento entre los gobiernos y la clase política y una parte importante de la opinión pública", lo que requiere una renovación profunda de la democracia si no se quiere acabar en las frustraciones que el presidente Pujol teme con razón.

Todos estos estropicios que he comentado al hilo del texto del presidente catalán y otros que se podrían añadir expresan una cosa muy concreta: que estamos en la gran crisis política de la globalización. En la crisis que pone en evidencia que las viejas instituciones y alianzas de la guerra fría ya no funcionan y que se necesita crear y renovar las instituciones conforme a la lógica de la sociedad global. Estos días se oyen muchos lamentos porque el sistema de seguridad que emergió de la II Guerra Mundial puede saltar por los aires. Lo extraño sería que, con lo que el mundo ha cambiado, este sistema pudiera todavía seguir siendo vigente. Esta crisis demuestra que hay que cambiar muchas cosas, pero no se puede hacer por el procedimiento antiguo: el imperio neocolonial que retoma el mando apoyado en sus satélites, sino que se debe construir conforme a una lógica multilateral y de respeto mutuo, y de transformación paulatina y pactada de la legalidad internacional.

Precisamente, Estados Unidos, el país que lidera el golpe institucional en curso, es el que está rechazando todos los intentos de reforma de la legalidad internacional para adecuarla a las exigencias políticas, sociales y morales de los tiempos que vienen, ya sea en el Tribunal Penal Internacional o en el protocolo de Kioto.

Al querer situarse por encima de los demás -apelando a su poder militar-, Estados Unidos bloquea las transformaciones hacia un nuevo tipo de instituciones globales. Esta crisis es elocuente: Estados Unidos se ha quedado solo, con Inglaterra, con España y con Portugal. Y ha optado por romper con la legalidad. Pero al mismo tiempo estamos en una situación de impasse por la dificultad de los demás de transformar en alternativa el malestar generalizado contra esta ofensiva. Todo el mundo mira a Europa. Ella es la que mejor preparada está para asumir la condición de potencia de compensación. Por eso la traición de Aznar es especialmente grave. No por casualidad Bush ha obligado a Blair y Aznar a hacer proclamación de fe atlantista. Precisamente cuando lo que hay que hacer es redefinir el atlantismo. En pura tradición democrática, Europa y Estados Unidos deben acostumbrarse a la confrontación y a la discrepancia, porque en la medida en que Europa sea alguien, los intereses serán a menudo divergentes. Pero esto no es ninguna tragedia. En democracia, las diferencias pueden ser constructivas. Es la unidad ciega la que siempre es sospechosa.

Europa tiene, por su parte, que superar su peor enfermedad: tender a justificar siempre lo que le resulta más cómodo. Los gobiernos europeos están más divididos que nunca, pero la opinión pública parece más convencida que nunca de que Europa tiene que existir, a pesar de las fugas atlánticas. Europa hoy es una necesidad si no queremos que el nuevo orden mundial salga de la política antigua del cuarteto de las Azores.

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