Perdonar y prometer
El autor reclama utilizar el perdón para no vivir en el resentimiento. Olvidar el pasado frente a quienes abogan por recuperarlo.
Decía Hanna Arendt, en unas de las páginas más sugestivas que se han escrito sobre la condición humana, que la existencia de un mundo público compartido (la política) es posible gracias a dos facultades del ser humano: las de perdonar y prometer.
Perdonar es la única posibilidad que posee el hombre para modificar el pasado, para cambiar las consecuencias de un acto pretérito que, como hecho histórico, es ya inmodificable. El perdón permite romper con la irreversibilidad de lo ya sucedido, y concede a una comunidad humana la oportunidad de volver a empezar de nuevo, libre de las ataduras que le unen a un pasado equivocado.
Los nietos de quienes hicieron la guerra civil quieren redescubrir y reinventar su historia
Por su parte, la facultad de hacer y de mantener las promesas es la que permite crear islas de seguridad en el futuro, un océano que de otra forma sería impredecible. Nos permite a los humanos salir de nuestro miedo primordial a la conducta de los demás, ese miedo que por sí mismo nos llevaría a protegernos contra ellos acumulando poder y dominación.
La transición española es un buen ejemplo del acierto de las imágenes de Hanna Arendt. En un proceso social prolongado e impremeditado (no creo en la imagen de la transición como proyecto de ingeniería política), los españoles llegamos a perdonarnos en forma mutua y colectiva los terribles actos que jalonaban nuestro pasado inmediato. Así nos pudimos librar de la irreversibilidad de unos hechos, la guerra civil y la represión posterior. Los asumimos como pasado, pero les negamos virtualidad para atar nuestro presente. Y al mismo tiempo, creamos unas islas de seguridad para el futuro mediante la promesa constitucionalizada de someternos todos a unas reglas de convivencia. Con tan humildes cimientos, el perdón y la promesa, volvimos a empezar de nuevo como comunidad política. Y nos ha ido bastante bien.
Hoy en día se hace notar en España un cierto replanteamiento de aquel perdón colectivo, que algunos redefinen ahora como vergonzosa amnesia. Dicen que habría que rasgar un supuesto velo del olvido y reabrir la memoria de la guerra civil y la dictadura que la siguió. Desmintiendo a este revisionismo en su fundamento mismo, Santos Juliá ha dejado claro que es falsa la idea de que existió una amnesia colectiva en la época de la transición. Muy por el contrario, lo que existió fue una decisión consciente de "echar al olvido" un pasado ya asumido como error colectivo, algo muy distinto de esa pasiva amnesia de que algunos hablan.
El revisionismo que se nota se debe, en parte, a un fenómeno muy natural: la irrupción de una nueva generación, la de los nietos de la guerra civil. La transición la hicieron otras dos generaciones: la de quienes hicieron o sufrieron la guerra, y la de sus hijos. Fueron ellos quienes mandaron al olvido el pasado, para poder inaugurar una nueva convivencia. Ahora son los nietos los que quieren, como cualquier generación, redescubrir y reinventar su propia historia.
Pero también hay en este revisionismo un torpe designio político: el de intentar desgastar a un gobierno de derecha, vinculando al Partido Popular en una progenie franquista que se espera que le marque imborrablemente. Se pretende, en suma, utilizar políticamente el pasado.
En Euskadi esta utilización política del pasado no es algo marginal, sino que se está convirtiendo en recurso permanente por parte del nacionalismo vasco. Lo cual resulta hasta cierto punto contradictorio, puesto que también aquí se practicó el perdón. Fue mérito de muchos líderes del nacionalismo vasco en la transición el de haber actuado con altura de miras y generosidad en ello. Sin embargo, la nueva perspectiva política del soberanismo rupturista parece llevar al nacionalismo a abjurar de su conducta pasada, con la intención de obtener un rédito político actual (la deslegitimación de la derecha españolista) mediante el guerracivilismo y el pasado franquista. Un ejemplo lo tenemos en el uso persistente e institucionalizado del bombardeo de Gernika. El nacionalismo clama una y otra vez por las disculpas del Gobierno o el Parlamento españoles por el bombardeo, porque así consigue hacer presente y operativo un hecho histórico pasado. Se trata en definitiva de no echar nada al olvido, de mantener vigente una historia interminable de ofensas de Madrid al pueblo vasco, que empezarían en Padura y acabarían, por el momento, en el cierre de Egunkaria.
Sin perdón no hay mundo compartido, hay sólo un pasado que clama desagravio. El nacionalismo vasco tiene que perdonar las afrentas que siente haber recibido en el pasado, de lo contrario se condena a vivir instalado en el resentimiento. Y la política del resentimiento es muy válida para fundar una comunidad de damnificados, pero no para poner los cimientos de una sociedad política con futuro. Esa política no hace sino despertar a otros resentidos, cada uno armado con su afrenta histórica irreparable que exige por siempre castigo y expiación. Consigue actualizar y hacer operativos en el presente todos los errores injustos y terribles del pasado, impedir que nos libremos de ellos y podamos volver a empezar.
Para muestra, un botón: el nacionalismo se queja amargamente de que Basta Ya trate al lehendakari de responsable político de los crímenes de ETA. Pero le parece normal tratar al Gobierno español como responsable del bombardeo de Gernika. No percibe la lógica inexorable del victimismo: puestos a ello, todos tienen sus víctimas que exhibir.
Pero quizá más grave que la negativa del nacionalismo al perdón del pasado es su sobrevenido desdén por las promesas. Se están rompiendo hoy unos pactos mutuos que fungieron como islas de seguridad durante décadas. Y es que la idea misma de pacto, de la promesa mutua de seguridades futuras, ha dejado de ser atractiva. Lo que ahora prima es el democratismo radical, la referencia a las mayorías y minorías como argumento que en último término legitima por sí solo la organización del futuro. No se busca ya compartir una promesa cómplice con los no nacionalistas, sino simplemente hacer triunfar el propio proyecto por la fuerza de la mayoría.
¿Puede sorprender a alguien que, ausente el perdón y la promesa, nuestro mundo político se esté volviendo inhabitable? Malvivimos en una actualidad pobre y estrecha en la que sólo existen el pasado, que nos tiene atrapados en su lógica irreversible, y una visión excluyente y no compartida del futuro, que atemoriza a gran parte de los ciudadanos. Y así nos va.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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