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Crítica:LECTURA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Contra el fascismo y la guerra

Todo lo que sucedía en Cambridge durante aquellos años estaba impregnado de la conciencia de que vivíamos en un periodo de crisis. Con anterioridad a la ascensión de Hitler al poder, la discreta radicalización estudiantil de la época se vio precipitada casi con absoluta seguridad por la crisis económica mundial, la desastrosa caída del Gobierno laborista de 1929-1931, y manifestaciones tan dramáticas de lo que significaba el paro y la pobreza en masa como las Marchas del Hambre que se llevaron a cabo en las zonas industriales apagadas e inactivas. A partir de 1933 pasó a ser cada vez más un movimiento de resistencia ante el avance de las dictaduras fascistas, y la consiguiente guerra mundial que dicho avance conllevaría sin duda alguna; esto quiere decir un movimiento dirigido contra los Gobiernos británicos acobardados además de capitalistas e imperialistas, que no hacían nada para detener el giro hacia el fascismo y la guerra. En la segunda mitad de la década de 1930, y especialmente tras el estallido de la Guerra Civil española, ésa fue a todas luces la fuerza principal que se escondía tras el significativo crecimiento del Club Socialista: el efecto de Múnich en Cambridge supuso que el Cambridge University Socialist Club (CUSC) reclutara 300 nuevos miembros en una semana.

'Una vida en el siglo XX. Años interesantes'

Eric Hobsbawm. Editorial Crítica.

Durante la década de los treinta, la izquierda atrajo a los miembros intelectualmente más brillantes de la generación estudiantil de las mejores universidades del Reino Unido
En aquellos años de Cambridge creíamos saber cómo sería el nuevo mundo cuando el antiguo llegara a su fin. En esto, como todas las generaciones, estábamos equivocados
Sólo uno o dos compañeros marcharon a España en el verano de 1936 para ser nuestros participantes en la guerra. Una decisión del partido al más alto nivel evitó el reclutamiento de estudiantes para las Brigadas Internacionales

A lo largo de toda esa década, la nube negra de la inminente guerra mundial dominó nuestros horizontes. ¿Podíamos evitarla? En caso contrario, ¿cómo debíamos actuar?, ¿debíamos acaso combatir "por el rey y la patria", principio al que el Sindicato de Oxford había rechazado adherirse de forma notoria en 1933? Sin duda, no, ¿pero debíamos luchar en absoluto? El pacifismo dividía a la izquierda de Cambridge, o mejor dicho, la torpe combinación del movimiento antifascista y el antibelicista, pues iba mucho más allá de los grupos interesados en la política de partidos y movimientos, e incluso más allá del ámbito de la religión organizada. Como este pacifismo apolítico desapareció casi por completo tras la caída de Francia en 1940, a menudo se olvida la fuerza que tuvo durante los años treinta. De hecho, el pacifismo fue el único tema importante que dividió a la izquierda de Cambridge, pues dentro del Club Socialista la línea de amplia unidad antifascista defendida por el Partido Comunista gozaba prácticamente de un apoyo unánime. Sólo un miembro destacado, Sammy Silkin, del Trinity Hall, abogaba por la postura oficial del Partido Laborista, siendo, por consiguiente, objeto de aprecio como prueba del gran alcance ideológico del club (a diferencia del propio Partido Laborista, que excluía toda organización que diera cabida a los comunistas).

En general, el CUSC significaba el "Cambridge rojo" de los años treinta, aunque literalmente esta definición fuera incorrecta, pues incluso en su momento de mayor apogeo, a comienzos de 1939, apenas contaba con 1.000 miembros de los casi 5.000 estudiantes, y cuando ingresé en la universidad, en otoño de 1936, con sólo unos 450. El partido nunca tuvo mucho más de 100 afiliados. No obstante, teniendo en cuenta los orígenes familiares, el entorno sociopolítico y las costumbres tradicionales de los estudiantes de las universidades más antiguas, así como las tendencias políticas abrumadoramente derechistas de los universitarios de la Europa occidental y central de entreguerras, el dominio ejercido por la izquierda tanto en Oxford como en Cambridge durante los años treinta resultaba bastante sorprendente. Y más considerando que la izquierda, con la excepción de la London School of Economics, no era particularmente fuerte en los demás centros británicos de educación superior.

Pero, más significativo aún, la transformación política de Cambridge se produjo desde abajo. La política característica de los profesores de la institución era sin lugar a dudas la del centro moderado, y no, como ocurría en Oxford, fuertemente conservadora; pero entre ellos era raro encontrar a partidarios prominentes del Partido Laborista, y los de ideología comunista podían contarse con los dedos de una mano. Incluso una campaña tan poco controvertida como la organizada nominalmente por el Consejo de Cambridge por la Paz -en la que se consiguió, en otoño de 1938, la entonces sustanciosa suma de 1.000 libras esterlinas con destino a las mujeres y niños damnificados de la España republicana- recibió el apoyo oficial de sólo dos directores de los colleges (St. John's y King's), seis profesores -sólo uno (M. M. Postan) de historia-, un eminente profesor pacifista y Maynard Keynes. En el ámbito de las ciencias naturales fueron los jóvenes físicos y bioquímicos de las dos centrales eléctricas intelectuales, Cavendish y el Laboratorio Bioquímico, quienes hicieron de Cambridge una institución roja. Pero las ciencias de la universidad siguieron su propio trayecto a nivel político, realizando sus campañas en torno al Grupo Antibelicista de los Científicos de Cambridge, que influirían en la conciencia de la sociedad principalmente demostrando la incapacidad de las defensas del Gobierno frente a los ataques aéreos y a los gases tóxicos durante la guerra. Hasta finales de 1938 no se estableció un grupo de la facultad de científicos en el seno del Club Socialista. Aparte de la sección de Ciencias Naturales, no cabe la menor duda de que fue la conversión de los estudiantes lo que hizo de Cambridge una institución roja.

Los rojos de Cambridge

¿Quiénes eran los rojos de Cambridge? La pregunta tiene una respuesta más fácil en el caso de los comunistas, menos numerosos, que en el del CUSC. Antes de la aparición del antifascismo y del Frente Popular hubo algunos aristócratas, como, por ejemplo, uno de pomposo nombre, A. R. Hovell-Thurlow- Cumming-Bruce, posteriormente juez de gran magnanimidad, que de pequeño había jugado en Chatsworth, donde rompió uno de los colosales jarrones orientales del duque; pero en su mayoría procedían de la clase media-alta, compuesta por profesionales prósperos o muy ocasionalmente por hombres de negocios; esto es, más Schlegel que Wilcox (si utilizo la distinción tan conveniente que aparece en la novela de E. M. Foster Howards End). La "aristocracia intelectual" de Noel Annan estaba bien representada, cuando menos por el carismático John Cornford, biznieto de Charles Darwin, pero no era dominante. La proporción de miembros provenientes de las escuelas públicas era notablemente menor en mi época; es tras el estallido de la Guerra Civil española cuando se disparó el número de militantes del partido y del CUSC. Los institutos de secundaria de Inglaterra y Gales (pero no sus homólogos escoceses) estaban seguramente mejor representados en el partido, y sin la menor duda entre los líderes del mismo, que en el grueso de los estudiantes de Cambridge. En aquella época, el comisario jefe local del ala estudiantil del partido era un matemático de St. John's, muy delgado y de aspecto famélico, perteneciente a una familia de la clase obrera, llamado George Barnard, que al final de su carrera llegó a ser presidente de la Royal Statistical Society y a ocupar una cátedra en la Universidad de Essex, y cuya hermana, Dorothy (Wedderburn), a la que conocí después de la guerra, se convertiría en una de las mejores amigas de Marlene y mías. Igualmente destacable, aunque algo posterior, fue el papel desempeñado por Ralph Russell, un estudiante de clásicas de clase obrera de inflexible conducta bolchevique (le llamábamos Georgi, por Georgi Dimitrov, el secretario del Komintern). Era también probable que los estudiantes provenientes de las escuelas progresistas (Bedales, Dartington, etcétera) dieran un giro a la izquierda, al igual que los jóvenes de las familias cuáqueras. Se ha indicado a veces que los judíos estaban representados ligeramente en exceso, pero yo no recuerdo que fuese así. Entre el pequeño grupo de estudiantes judíos de Cambridge, pese a su tendencia a simpatizar con los liberales y los laboristas, el comunismo -ateo y antisionista- logró atraer a muy pocos. Si hubo alquien en mi época considerado un destacado estudiante judío de izquierdas fue el surafricano Aubrey Eban (Abba Eban), destinado por sus aptitudes políticas a Israel, cuyo sionismo le mantuvo a salvo de las tentaciones comunistas. Los pocos miembros judíos del partido tampoco consideraron su judaísmo hasta que -creo recordar en 1937- King Street decidió que debíamos formar, como hicimos, un comité o grupo judío en Londres, a cuyas reuniones Ram Nahum y yo asistimos a regañadientes unas cuantas veces, hasta que nos dimos cuenta de que tenía muy poca conexión con nuestra actividad. Recuerdo el comité por mi primera toma de contacto con los comunistas del East End, que no podían parar de contar chistes judíos (divertidísimos), práctica que no solía darse en las reuniones del partido en Cambridge.

No cabe duda de que este tipo de análisis sociocultural arroja alguna luz sobre la distinción entre la derecha y la izquierda de Cambridge, pero resulta menos ilustrativa que otro fenómeno todavía por explicar. Más de un observador quizá coincida con Henry Ferns en que "el único elemento común a todos los comunistas que conocí (en Cambridge) era su gran inteligencia". Durante los años treinta, la izquierda atrajo a los miembros intelectualmente más brillantes de la generación estudiantil de las mejores universidades del país.

Una clase de baile

Por muy amplio que fuera su número, los miembros del CUSC también se caracterizaban por sus intereses intelectuales, aunque el club era lo suficientemente consciente de la dimensión social de la vida para organizar una clase de baile. La asociación gozaba de la importante ventaja, de la que no disfrutaban muchas sociedades estudiantiles, de contar con una gran afiliación en Girton y Newnham, cuyo concepto de activismo político, aunque tan serio como el de los hombres, solía ser menos duro. (La primera tarjeta que recibí del Día de los Enamorados me la escribió colectivamente el grupo de Newnham del Partido Comunista, del que yo era instructor político). Se tomaban muy en serio los estudios. "El comité desea a todos los miembros del CUSC éxito en sus Tripos", se auguraba en el boletín ante los exámenes de 1937. "Ojalá vayamos tan por delante en el frente académico como en el político". Empezando por los lingüistas y los historiadores modernos, el club organizó grupos de facultades para debatir los problemas que presentaban sus materias, y a finales de 1938 tenía 12, entre ellos los de sectores tan poco prometedores políticamente como el de la agricultura, la ingeniería y el derecho. Por otro lado, el desprecio por los deportes organizados (pero no, por supuesto, por pasatiempos tan tradicionales del Cambridge progresista como las largas caminatas y el montañismo) formaba parte de la conciencia política del CUSC. Esta asociación se vanagloriaba del éxito (frecuente) de los socialistas o los comunistas en el sindicato, de su presencia en el teatro y el periodismo -hubo una época en la que los presidentes del sindicato y el ADC (la principal asociación teatral) y el editor de Granta pertenecían al partido-, pero no recuerdo que tuviera ningún interés particular en convertir a alguna de las famosas estrellas deportivas de la universidad -tarea realmente ardua-, ni en los logros de sus propios miembros en el campo de los deportes o del montañismo.

Para cualquiera de sus actividades, el CUSC emprendía campañas: con constancia, pasión y un espíritu de confianza esperanzada que no deja de sorprenderme todavía cuando, ya de mayor, vuelvo la mirada a mis años de estudiante en Cambridge, aquellos años en los que Europa (pero aún no el mundo entero) se precipitaba hacia la catástrofe.

El titular más conciso acerca de la política europea en los años treinta demuestra que, desde el punto de vista de la izquierda, dicha política había sido una sucesión prácticamente ininterrumpida de desastres. Debo admitir que, como dice el Gaudeamus igitur, la época de estudiante no es un periodo para estar deprimido, pero ¿no tendríamos que habernos desesperado un poco más? No lo hicimos. A diferencia del movimiento antinuclear posterior a 1945, no sentíamos que estuviéramos entablando en la retaguardia una batalla, probablemente perdida de antemano, contra unas fuerzas enemigas fuera de nuestro alcance. Vivíamos de crisis en crisis, organizando nuestros días como lo hacen los equipos de fútbol, de partido en partido, cada uno esforzándose al máximo. Por lo que concernía a Cambridge, ganábamos la partida. Cada temporada superaba la anterior. En cierto sentido, la izquierda estudiantil compartía el distanciamiento de la universidad del centro nacional, por no hablar de su tradicional ensimismamiento. En la práctica cotidiana, para los camaradas de Cambridge, el partido y la Internacional significaban el partido estudiantil de Cambridge, pues nuestro único contacto regular con la jefatura nacional antes de la guerra tenía lugar a través de Jack Cohen, organizador de la sección estudiantil notablemente poco autoritario, cuya dirección política acatábamos de la forma más natural, pero que era consciente de que si un obrero poco formado en la disciplina oficial aterrizaba en las bases estudiantiles proveniente de otras tareas del partido en el noreste industrial, tendría mucho que aprender acerca de las universidades.

Y, sin embargo, ¿éramos realmente capaces de olvidar que nuestro máximo triunfo, la Semana de España, se obtuvo en un momento en el que la República Española estaba a todas luces desmoronándose y prácticamente desahuciada? Es más, aunque nos dedicamos a contarnos películas acerca de cómo podía evitarse la guerra mediante una resistencia colectiva firme contra Hitler, en realidad no nos las creíamos. Sabíamos perfectamente que se avecinaba una segunda guerra mundial, y no teníamos esperanzas de sobrevivir a ella. Recuerdo una mala noche en la habitación de un hotel, creo que de Lyón, en medio de la crisis de Múnich de 1938 -yo regresaba de un largo viaje de estudios que realicé al norte de África francés-, cuando de repente me sentí invadido por el pensamiento angustioso de que el estallido de la guerra era cuestión de días. Las pesadillas de bombardeos aéreos en masa y nubes de gas venenoso, contra las que, como tantas veces nos habían advertido, era imposible protegerse, se harían realidad. En el mes de septiembre de 1939, la histeria no tenía parangón. Aquel año, desde Múnich hasta la invasión de Polonia, nos permitió acostumbrarnos a la idea de una guerra.

Creo que mantuvimos el optimismo por tres razones. En primer lugar, sólo teníamos un grupo de enemigos: el fascismo y aquellos que (como el Gobierno británico) no querían oponerse a él. En segundo, ya había un campo de batalla (España) y estábamos en él. Nuestro héroe particular, el carismático John Cornford, cayó en el frente de Córdoba el día de su vigésimo primer cumpleaños. Lo cierto es que él y uno o dos más que habían marchado para España en el verano de 1936, iban a ser nuestros únicos participantes directos en la guerra, pues curiosamente -este hecho apenas ha sido puesto de relieve- al final una decisión del partido al más alto nivel evitó el reclutamiento de estudiantes para las Brigadas Internacionales, salvo que estuvieran cualificados militarmente, fundamentándose en que su primer deber con el partido era terminar una carrera de provecho con sobresaliente y ofrecer así, en la medida de lo posible, su mejor ayuda al partido. Por último, creíamos saber cómo sería el nuevo mundo cuando el antiguo hubiera llegado a su fin. En esto, como todas las generaciones, estábamos equivocados.

De ahí que, para nosotros, la de los treinta estuviera muy lejos de ser la "década deplorable y deshonesta" de Auden, un poeta desencantado. Para nosotros fue una época en la que la buena causa se enfrentó a sus enemigos. Disfrutábamos de ella incluso cuando, como para la mayoría de los radicales de Cambridge, no ocupaba la totalidad de nuestro tiempo, y a decir verdad llevamos a cabo algunas tareas en pro de la salvación mundial porque de eso se trataba. "Por otro lado, evitábamos esa agotadora sensación de infelicidad que en la actualidad frustra a los individuos cuyo instinto los lleva a sentir los problemas del mundo exactamente del mismo modo que sentíamos entonces, pero a los que les resulta imposible traducir sus sentimientos en acciones, como hicimos nosotros".

Cuando nos poníamos manos a la obra "distribuíamos equitativamente nuestras emociones y nuestras energías entre los sectores público y privado del paisaje", o más bien no establecíamos una clara distinción entre dichos sectores. Es verdad que cantábamos, con una melodía del tipo de Cole Porter: "Acabemos con el amor / Y a partir de ahora digamos / Que en nuestro corazón sólo / Hay sitio para los trabajadores. / Acabemos con el amor / Hasta que llegue la revolución / Mientras la esperamos el amor es / Un sentimiento antibolchevique".

Buena camaradería

No obstante, como la existencia de una buena camaradería entre hombres y mujeres emancipados formaba parte de la causa, no vivíamos de acuerdo con esa aspiración, aun cuando la vida privada de los comunistas de Cambridge, al menos la de los políticos más especializados, fue, al parecer, mucho menos pintoresca que la de sus contemporáneos de Oxford. El carácter del CUSC y el del partido era, por supuesto, abrumadoramente heterosexual, como de hecho sucedía, aparte de los círculos teatrales y del King's College, entre los estudiantes en general. En los años treinta, incluso los Apóstoles habían dejado atrás la época de la "sodomía superior" eduardiana. No cabe duda de que algunos de nosotros no éramos tan ingenuos como Henry Ferns, que afirma que "nunca conocí en Cambridge a un comunista que fuera homosexual", pero es cierto que dentro del Komintern no se hacía alarde de la pertenencia al Homintern (y todavía menos en el seno del CUSC). En ambos casos se consideraba un tema privado.

Eric Hobsbawm, detrás de uno de sus libros.
Eric Hobsbawm, detrás de uno de sus libros.

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