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Columna
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Voto secreto

Pasó lo que tenía que pasar, nada que no estuviese ya previsto. No podía haber sorpresas. Las votaciones se desarrollaron con orden y concierto. La votación secreta sobre Irak arrojó el resultado que todos esperábamos. Los miembros del partido del Gobierno votaron como un sólo político. Nadie se desmandó ni dio la nota. Nadie metió la mano para variar el rumbo de esta historia que pronto, si Dios no lo remedia, estará en las pantallas. Será un éxito, un bombazo que va a reventar las taquillas de medio planeta. Y en la letra pequeña de los créditos, mientras suene la banda sonora y se enciendan las luces de la sala, el nombre de la "República de España" brillará con luz propia, igual que una luciérnaga.

Pero a pesar de todo, a pesar de que todo estaba escrito, el espectáculo de la unanimidad siempre logra abrumarnos. Claro que no es lo mismo la muchedumbre unánime que filmó Leni Riefenstahl hace sesenta años que este todos a una democrático. No es lo mismo la muda unanimidad de los rehenes de Sadam Hussein que la obediencia de unos diputados. Los diputados españoles han aprendido bien en estos años que el que se mueve no sale en la foto. Saben que obedecer, además de amar, es asegurarse un lugar en la plancha electoral y cuatro años de empleo. Se podría formar un auténtico dream team (o pesadilla team, según se mire) de la política española con los heterodoxos excluidos de sus partidos, exiliados en sus despachos o en sus cátedras. Gentes a las que, en general, el exceso de equipaje moral e intelectual les impide superar las consignas demasiado estrechas de sus formaciones. Se habla de formaciones políticas y se habla bien: hay que formar en ellas con vocación de scout, prietas las filas y cubiertos los flancos.

Era esperable, sí, mas no por ello menos decepcionante el comprobar que ningún diputado popular discrepaba, ni en secreto, de su jefe de filas. Donde hay patrón, ya lo decía Arzalluz, no manda marinero. Los marineros votan y se callan, y si quieren hacer otra cosa ya saben donde está la puerta de salida o la escotilla o la cola del paro.

Mientras los diputados votaban en secreto me acordaba de un cuento de Quim Monzó, publicado en su libro Guadalajara hace cinco o seis años. Su protagonista es un candidato electoral, o sea, el ciudadano que, en teoría, menos dudas debe tener a la hora de depositar su voto. Incluso sus parientes o colaboradores (por cansancio conyugal o por envidia) podrían votar a otro. Es la única persona que no puede dudar en el instante de depositar su voto. Su papeleta lleva su propio nombre. Si de verdad es honesto y cree en el programa que representa, todo candidato tiene la obligación de votarse a sí mismo. Sin embargo, nuestro hombre coge una papeleta de cada partido, entra en la cabina electoral y corre la cortina. Malo si su victoria debe depender de un miserable voto. El candidato sale de la cabina exhibiendo una enorme sonrisa dentífrica. Los periodistas le fotografían mientras mete su sobre en la urna. ¿Habrá algún candidato que, en un rapto de honestidad o esquizofrenia, vote a su contrincante?

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