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Columna
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Piratas

Hace algunos años que buena parte de mi ocio lo ocupo en organizar batallas. Durante un tiempo me embarqué en galeones piratas y surqué con ellos las inseguras aguas del pasillo. En otras ocasiones los ejércitos eran romanos o vikingos. Es curioso, pero en las batallas que emprende mi hijo, con la sana intención de no dejarme perder el tiempo leyendo, escribiendo, o hablando con su madre, los ejércitos son siempre simétricos: piratas contra piratas, vikingos contra vikingos, romanos contra romanos.

Si ya resulta difícil que un adulto se sumerja a fondo en las imaginaciones de un niño, la uniformidad de los ejércitos en lucha me ha complicado las cosas. Creo que nunca se lo he preguntado directamente, pero he comprobado que para mi hijo el deslinde es meridiano. A los adversarios en lucha (piratas contra piratas, vikingos contra vikingos, etc.) les diferencia sólo una condición moral: se trata de piratas buenos contra piratas malos, o vikingos buenos contra vikingos malos. Lógicamente, nosotros siempre estamos del lado de los buenos (es mucha suerte que el malísimo enemigo sea sólo un ente imaginario) aunque reconozco que a nuestra bondad nunca le asisten argumentos probatorios: estamos tan ocupados con las batallas que, a pesar de ser piratas buenos, nada hay que nos diferencie de los malos. Si somos buenos se trata tan sólo de una hipótesis, y de pronto pienso que las contradicciones en que voluntariamente nos sumimos -realmente, aún siendo piratas buenos, no puede decirse que seamos muy piadosos con los vencidos- se parecen bastante a las habituales de la política vasca.

Hace tiempo que autodenominarse demócrata forma parte, no ya del discurso políticamente correcto, sino del apriorismo más consuetudinario. No he conocido ha nadie que, implícita o explícitamente, no se considere demócrata. Hoy día hay por la calle más demócratas que piratas en el pasillo de casa cada vez que mi hijo saca su espada de plástico. Esto de ser demócrata, me digo, no debe de ser difícil, habida cuenta de que todo el mundo lo pregona de sí mismo. Se puede decir que hemos vivido, durante algunas décadas, bajo la ficción de que la democracia era algo fácil, accesible y llevadero, algo que nada tenía que ver con el compromiso que acarrea una opción ética o moral. Pero la tensión que impone la política vasca está poniendo las cosas en su sitio. Realmente, ser demócrata resulta muy difícil. Y mi hijo no tiene la culpa. En nuestras batallas, por decirlo de algún modo, nosotros somos los piratas demócratas que nos enfrentamos a los piratas fascistas, y en nuestro caso lo de demócratas no nos viene muy grande: se trata tan sólo de una opción formal, de una derivación del argumento.

Lo duro sería reconocer la realidad: que los piratas demócratas deberían distinguirse de los otros precisamente ahí, en las batallas. Porque la forma de luchar de los piratas demócratas impediría colgar a los otros del palo mayor o lanzarlos a los tiburones. Si los demócratas se diferencian por algo es por los procedimientos. Pero me temo que entre los demócratas cada vez son más los presuntos. El mundo está lleno de presuntos demócratas.

Algún día tendré que ponerme serio con mi hijo y explicarle, acaso cuando crezca, lo duro que resulta ser pirata bueno. Para empezar, porque los piratas malos se niegan a reconocerse como tales, de modo que habría que empezar por preguntarse, seriamente, si uno es tan pirata bueno como creía al principio. Pero es que además un pirata bueno tiene todas las de perder. Debe interiorizar muchos principios: la presunción de inocencia; la repulsa del asesinato, la coacción o la amenaza; un exigente concepto de la autocrítica; una continencia discursiva; un respeto impecable por las normas del juego; incluso el odio a la tortura. Así de duro resulta ser pirata bueno: que uno no tolera nada de eso, ni siquiera, o acaso hay que decir sobre todo, cuando afecta a los piratas malos, a los de enfrente.

Que mi hijo no entienda todo esto es perdonable, pero que con relación al conflicto vasco casi todos se comporten con la misma ligereza con que nosotros, en el pasillo, con espadas o garfios de plástico en la mano, nos convertimos en los buenos, es un sarcasmo de mal gusto.

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