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Columna
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La palabra pintada

De las paredes de Altamira a los vagones del ferrocarril, de los muros de Pompeya a las vallas de las zonas industriales, el homo sapiens ha dejado la huella de su paso, su rúbrica, su fantasía, su testimonio, o su protesta, con punzón o pincel, con brocha o aerosol. En los años de plomo de la dictadura, las pintadas callejeras, arriesgadas y efímeras, mostraban el trazo tosco y apresurado del miedo, las consignas eran breves y contundentes y sus firmas garabatos con el esquemático perfil de la hoz y del martillo, o las apretadas siglas de grupos y grupúsculos de nuevo cuño, cuya única actividad pública parecía ser precisamente la de pintar paredes. A veces, una palabra dejada a medias evocaba la inoportuna llegada de la policía al escenario.

En los primeros años de la transición, la libertad, feliz aunque tardíamente recuperada por unos, inédita aún para los más jóvenes, trajo consigo una floración espontánea y masiva de palabras pintadas en los muros de las ciudades españolas, miles de pintadas ejecutadas sin las viejas urgencias, pintadas puntuales, llamamientos, proclamas, censuras o amenazas. Por primera vez afloraba el sentido del humor y a veces surgía el diálogo, o la apostilla firmada por pintores anónimos y discordantes: "Hay que matar al cerdo de Carrillo", escribió un energúmeno, partidario del antiguo régimen, enemigo de una libertad de la que paradójicamente disponía para atacarla impunemente. "Ten cuidado, Carrillo, que quieren matarte el cerdo", respondía con irónico talante un revocador de signo contrario.

Con los años, la vandálica artesanía de las pintadas políticas fue decayendo, al tiempo que a los muros urbanos y suburbanos les salían los colores chillones de los sprays: ya no eran pintadas, sino grafittis al estilo neoyorquino. Los grafiteros no reivindicaban nada, sólo se reivindicaban a sí mismos dejando gráfica constancia de su mera existencia en el mundo con su firma convertida en una nueva forma de arte. Las fachadas de los edificios, los cierres metálicos de los comercios y los vagones varados del ferrocarril servían y sirven de soporte para varias generaciones de artistas narcisistas y clandestinos. Del mural con pretensiones artísticas, al más burdo de los chafarrinones, los grafittis murales conforman una galería, un museo callejero permanentemente abierto y efímero, los grafitti se juntan y superponen como palimpsestos indescifrables y abigarrados.

Pintar, o escribir en superficies públicas, sigue siendo delito, aunque la gravedad de las penas haya sido sensiblemente rebajada y la ley sólo se aplique en ocasiones señaladas por la autoridad competente. Recientemente contaban los diarios el ingreso en prisión para cumplir la pena de cuatro días de arresto, tan simbólica como degradante, de dos pacifistas acusados de haber expresado su opinión sobre la guerra que viene sin respetar las buenas maneras. Y es que las calles han vuelto a tomar la palabra y han vuelto las pintadas y las pancartas, las manifestaciones y las convocatorias. La marea negra de Galicia, el oscuro fantasma de la guerra del petróleo y la oscurantista y fantasmagórica postura del Gobierno de la nación sobre ambos temas, han despertado las conciencias de los ciudadanos, que han retomado los viejos hábitos pintureros a despecho de los que les tildan de bárbaros rebeldes y disidentes sin causa, porque no hay más que una causa, el casus belli que defiende Aznar, mamporrero de élite al servicio de la Casa Blanca, a la, que por cierto, no le vendrían mal unas manitas de pintadas. Si, Bush dixit, el que no está con ellos está contra ellos, ellos se están quedando cada día más solos, más tercos y empecinados. En algunas calles del centro de Madrid, los pintadores anóninos utilizan plantillas para reproducir sus mensajes. En los aledaños de la calle del Pez, con letras azules de molde, relucen mensajes escuetos como: "Fuel por culpa de él", o "La mar de triste". Otra plantilla ha dejado el cuño del rostro del yernísimo de Aznar, Alejandro Agag, sin más palabras.

Para redondear esta crónica, el autor quiso acercarse a la Ciudad Universitaria, vivero tradicional y prolífico de pintadas, para descubrir que han sido recientemente borradas por funcionarios con exceso de celo, un celo nunca visto hasta el día de hoy. Hoy la paredes hablan, pero por lo que respecta a los interlocutores interpelados es como si hablaran con la pared.

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