Puntos
Vivimos un tiempo de cupones y no me refiero precisamente a los de la ONCE. Va uno a comprar al supermercado y resulta que en caja le dan un cupón con puntos para una vajilla. Recibe la factura del teléfono móvil y ya tiene puntos para cuando quiera cambiar de aparato. Paga en la estación con tarjeta RENFE o en el aeropuerto con Frequent Flyer y más puntos que irá acumulando para costearse un viaje gratis. En los quioscos de periódicos la cosa ha llegado a ser un frenesí: no hay diario que se precie en el que el quiosquero no te meta un corte con la tijera para la colección de DVDs, de monedas, de sellos, de mosaicos, de libros; algún día, ya lo verán, habrá fósiles, gusanos de seda o frutas. Dicen que son cosas del marketing moderno. Es posible. Lo que me interesa destacar es cómo ha cambiado todo esto nuestra percepción de la realidad.
Evidentemente lo de los cupones se propone incentivar las ventas. Pero el resultado práctico es que ha convertido el acto de comprar en una doble acumulación capitalista de cosas inútiles: por un lado, adornos, vestidos, alimentos, que no necesitamos y que a la postre terminarán en el cubo de la basura. Por otro, puntos, muchos puntos, para conseguir algo que no sólo no necesitábamos, sino que probablemente nunca nos habría llamado la atención si no hubiera llegado envuelto en el celofán brillante de unos puntos. Tengo en casa libros editados en papel de ínfima calidad, de esos que se amontonan en las torres de bestsellers de los grandes almacenes, los cuales ya poseía en ediciones críticas de toda solvencia. Se me están acumulando piezas musicales interpretadas por orquestas desconocidas, a pesar de que ya las venía escuchado en CDs de las filarmónicas de referencia. El otro día, como me caducaban los puntos de un banco que regala viajes, me fui de fin de semana a la playa en la que veraneo habitualmente, y eso que estaba diluviando y que me lo pasé mirando con estupor una colección de porcelanas chinas que he conseguido gracias a otra serie de puntos.
La consecuencia de todo esto es que ya no vivimos una vida, sino dos, la nuestra y la que nos marcan los puntos. No es como los gatos, que dicen que tienen hasta siete vidas, pero menos da una piedra. Lo malo es que psicológicamente eso se llama esquizofrenia. ¿Quién somos, el de verdad o el de los puntos? Podría creerse a primera vista que la segunda es una personalidad impostada, pero no hay tal. Mientras que lo que me apetece lo compro en el acto (con tarjeta de crédito, para qué negarlo, pero como no me doy cuenta de que estoy pulverizando la cuenta corriente), lo que adquiero con puntos me lo curro poco a poco. Y el efecto psicológico, naturalmente, es que con lo que me está costando, lo valoro más. Por eso acabaré regalando mis mejores libros, discos, jarrones, cuadros, y al final mi casa parecerá como si la hubieran diseñado en esa serie neofranquista de TVE en la que dicen que cuentan cosas de los años sesenta.
Largo preámbulo, pero hacía falta para entender lo que está pasando en la vida política. Se quejan los vecinos de Valencia, y con razón, de que acaba de firmarse por sexta o séptima vez un acuerdo con el Ministerio de Fomento para soterrar las vías de la estación del norte e iniciar la remodelación urbana que debería dar lugar al parque central. Los vecinos no se lo creen. Yo tampoco. Por lo pronto, los pisos los han tenido que comprar a un precio escandalosamente abusivo porque los constructores se los vendieron hace cinco, diez y hasta quince años con vistas al parque central. Además, el Ayuntamiento ha dejado morir el barrio de Ruzafa en la confianza de que si se degrada del todo y terminan cayéndose todas las casas, más fácil y barato será hacer torres de hormigón en lo que fue un emblema de esta desgraciada ciudad. Pero los vecinos achacan esta táctica a mero electoralismo en vísperas de unas elecciones municipales. Y aquí es donde creo que se equivocan.
La cosa va de puntos y de cupones (a veces hasta de vales para paellas). La nueva política consiste en que, en vez de ser los políticos quienes hacen méritos para que los votemos, seamos los ciudadanos los que los vayamos haciendo para que ellos nos dispensen sus mercedes (con nuestro dinero, eso sí). Claro que este proyecto de parque central tampoco será el definitivo y que la firma y la foto del otro día son un mero fuego de artificio. Pero ya vamos teniendo puntos y, cualquier día, nos pasamos por la ventanilla a reclamar lo nuestro. Los especialistas en marketing de la clase política saben que si el parque llega alguna vez, lo valoraremos mucho más. Si no, tampoco pasa nada. Hace tiempo que nuestra verdadera vida democrática es la de los puntos, no la de los votos ni la de la representación parlamentaria.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.
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