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REDEFINIR CATALUÑA
Columna
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El ruido de Ybarra

A pesar de que la vocación del espacio está acotada a los límites imprecisos de la autocrítica, entendida Cataluña como un material de exigencia dialéctica, lo cierto es que frecuentemente me salto la frontera. Cataluña no es nada sin sus contingencias, y la mayoría de ellas tienen tanto que ver con España, con el mundo y hasta con los mundos, exteriores e interiores, que habitan en nuestro paisaje, que una acaba reflexionando sobre lo lejano para intentar reinventar lo cercano. Además, ¿cabe alguna redefinición de Cataluña que no incluya una relación crítica y sólida con sus propios entornos? Hablar, pues, de lo catalán es tanto como hablar de lo español, pareja de hecho pasional, compleja y a pesar de todo estable, que marca nuestro ritmo colectivo desde que tenemos memoria. El último episodio estridente de esta estridente relación, lo ha motivado, como mínimo en su aspecto retórico, la dernière sandez del Bocazas mayor del reino (con permiso de De Parga), un chico que un día se convirtió en presidente autonómico y aún está mareado. Con toda la sinceridad del mundo, me importa tres pepinos lo que diga Rodríguez Ybarra, quizá porque estoy harta de perder el tiempo con la estética de mal gusto que algunos se inventan para tener su momento warholiano. Además, Rodríguez Ybarra se repite tanto que más parece la moviola de un discurso pesado, antiguo, victimista y patético que un ideólogo a tener en cuenta. Vivir de remover las tripas del personal y de hacer misas negras para levantar demonios en asuntos delicados puede resultar noticiable durante un tiempo. Pero cuando uno se convierte en profesional de las cloacas, pierde hasta la gracia de la provocación.

No. No voy a enumerar los mil y un argumentos que podrían rebatir, por enésima vez, al caballero extremeño, primero porque lo hemos hecho; segundo, porque no sirve de nada, y tercero, porque no me apetece caer siempre en la misma trampa. Sin embargo, Rodríguez Ybarra resulta extraordinariamente útil como espejo cóncavo de nuestra propia realidad, y como lupa lo voy a usar para lo que me interesa: para observar de cerca nuestras propias sandeces, a todas luces más interesantes, menos obvias y hasta más sólidas. Hablemos, como preludio, de la retroalimentación. Lo peor de Rodríguez Ybarra, desde mi punto de vista, no es lo mucho que le tientan los nacionalistas catalanes, sino lo contentos que están los susodichos cuando él abre la boca. ¿Cómo es posible que una pura y dura provocación, surgida de un personaje pintoresco que no domina ni el arte de la educación, se convierta en una especie de misiva española contra lesa patria? ¿Realmente Rodríguez Ybarra representa algo más que a su propia incontinencia? Y con ello no voy a escatimar críticas y alarmas a determinados planteamientos antiautonómicos de la España más rancia, especialmente azul gaviota, pero creo que incluso esto último tiene más solvencia que los exabruptos del compañero extremeño. Sostengo, con peligro evidente, que Rodríguez Ybarra se retroalimenta con Convergència y, durante tiempo, ha retroalimentado la retórica victimista del propio Pujol, encantado de tener un Mio Cid bocazas e imprudente en la meseta política. No sólo no se ha templado la provocación, sino que, Catalunya endins, se ha amplificado y se ha medido en beneficio de la victimología. Esto, que ya lo dije incluso cuando andaba por los escaños parlamentarios, me parece un elemento central de lo más criticable del discurso catalán. Lo inteligente, y sobre todo lo ético, sería rebajar las provocaciones, situarlas en el nivel bajo tierra que tienen, y centrarse en los puentes de diálogo que también existen. Pero hay un tipo de discurso catalanista que, a pesar de irse a la cama con cualquiera, necesita una máscara de tal pureza virginal que pueda escandalizarse con cualquier tocamiento. Así, puede ser puta y virgen, como si nada... Seamos serios: ¿quién ha tenido más influencia en España en estos últimos años, Rodríguez Ybarra o Jordi Pujol? ¿Quién ha tenido en la mano la capacidad de influencia, de presión, de negociación? ¿Quién ha podido pasar de retóricas y conseguir directamente acuerdos? Rodríguez Ybarra ha sido el decorado más o menos chistoso de la España de los últimos tiempos. Jordi Pujol ha sido protagonista. Y una se pregunta, ¿cómo puede un protagonista obviar sus muchas responsabilidades en la mala gestión?

¿Cómo puede ser, a la vez, gestor y víctima? Puede que haya sectores de Cataluña que tengan el derecho a hacernos un discurso victimológico. Pero creo, sinceramente, que el victimario no es de recibo en las huestes convergentes. No es de recibo, si no se quiere hacer trampa. Resulta esto tan evidente que a veces me pregunto si Rodríguez Ybarra no es uno de esos tapados a sueldo que surcan los abismos de nuestros despachos porque hay que ver los favores que le deben.

Al otro lado de la plaza, sin embargo, tampoco es de recibo lo de Maragall. Ya sabemos que Rodríguez Ybarra es un pesado, que cansa hasta a las piedras, y que uno ya lleva mucha mili catalanista como para tener que pedir perdón, pero tampoco se le puede ningunear displicentemente como si fuera el hermano díscolo. Socialismo hacia adentro, Rodríguez Ybarra es una bomba de relojería que dinamita puentes, destruye diques y mata palabras. Si alguna vez el socialismo español tuvo vocación regeneracionista, murió el intento cada vez que Ybarra abrió la boca. Alguien, desde el socialismo, tiene que situarlo allí donde está, en el reino de la intolerancia, si no quiere que todo el socialismo se manche.

Doble irresponsabilidad, pues, de distinto formato. Unos, los convergentes, por demasiado ruido y demasiada claca. Los otros, los socialistas, por demasiado silencio. En los dos casos, ¡ay!, el espejo distorsionador de Ybarra, los deja retratados.

Pilar Rahola es periodista y escritora.

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