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Columna
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Latín

"CIERTA MAÑANA en la escuela hice la siguiente pregunta a mis alumnos: una manzana en pintura equivale a una Venus. ¿Por qué no ocurre lo mismo con una manzana en escultura? A partir de aquella mañana comencé a escribir". Así se explicaba el escultor italiano Arturo Martini (1889-1947), rememorando aquella mañana de marzo de 1944, al comienzo del libro, que publicó al siguiente año, en una edición privada de 50 ejemplares, con el provocador título de La escultura, lengua muerta. Es muy difícil condensar la intensa lucidez que reflejan los razonamientos de este gran escultor contra la pervivencia de la escultura en el mundo contemporáneo. Además, sólo en parte recogía las descalificaciones que al respecto hicieron, ya en el siglo XIX, algunos precursores de la modernidad, como Hegel, Stendhal, Taine y, sobre todo, de forma contundente, Baudelaire, porque lo prodigioso de Martini no es que comprendiese y aprobase lo que estaban realizando, en el momento en que escribía su alegato, algunos colegas de vanguardia, como Alexander Calder, sino que se adelantase varias décadas a lo que después afirmó Rosalind E. Krauss, tanto en relación sobre la destrucción de la estatua, como sobre la "sintaxis del doble negativo" y el papel de la fotografía.

¿De dónde le pudo venir semejante lucidez a este escultor nada académico, pero que, al fin y al cabo, seguía siendo un perfecto representante de la estética plástica del crepuscular clasicismo? Me lo imagino, absorto, en la mesa de su taller veneciano, redactando de una vez, con la soltura de una confesión, ese dramático responso contra el arte, en el que él mismo, que no era ni crítico, ni historiador, ni filósofo, se había mostrado como un maestro y al que había entregado sin reservas su propia vida; pero me lo imagino manejando la pluma sin atisbo de amargura. Y es que la lucidez no procede del rencor, ni de su causa, el miedo, sino que es fruto de una conciencia dolorosa. En uno de sus más bellos y patéticos pasajes, el titulado Sombra, Martini compara la vida del escultor como "la ola que trata de crear una imagen duradera de sí repitiéndose en la ola sucesiva" para terminar siendo siempre nada en el barro de la orilla. "¡Escultura!" -añade- "Anacoreta del éxtasis, traicionada como Narciso por su sombra, imagen de metafísica soledad, tristeza onanística de hermafrodita".

Es cierto que la redacción de este melancólico réquiem coincidió con la destrucción de Italia y Europa, pero su grandeza trasciende incluso al estado de ánimo que provocaron estas trágicas circunstancias. Releyéndolo ahora, no sólo me parece acertado su diagnóstico de la defunción de la escultura, sino aplicable, al margen de cualquier sentido apocalíptico, a la del arte mismo, el cual, como el latín, se ha convertido en una lengua muerta por falta de uso, aunque luego haya fecundado un prodigioso haz de lenguas vulgares, plenas de vida.

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