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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Kounellis: por fin, el laberinto

De un modo muy eficaz, Jannis Kounellis (El Pireo, Grecia, 1936) nos avisa de que su obra anula sistemáticamente todas las perspectivas desde las que desearíamos verla. No en vano, ha creado un laberinto despegado de la acción, pero no de la pasión, donde habitaciones y corredores conducen siempre al principio, una forma de invitarnos a cortejar la muerte en un viaje que no tiene otro rumbo que el de volver sobre nuestros pasos, o -como alternativa- mirar hacia arriba por si acaso está el sol, como su orbe autosuficiente. En Carles Taché, el Toro de Minos ha acabado troceado por Teseo/Kounellis. Y en ese ruedo, todos somos sacerdotisas de la luna (Ariadna) entrando en una danza extraordinariamente profunda y sugestiva. Sorprende que Kounellis no creara antes este laberinto con el que, de nuevo, el espectador pudiera descubrir el secreto de su "pintura", fundamento de cómo consigue armonizar moral y estéticamente. Mejor pensar que el autor, dramaturgo ejemplar, ha replegado todas sus escenografías en este gran cuadro que ha roto sus propios límites convirtiéndose en un paisaje abierto y moviente, terriblemente tautológico, en el sentido más batailleano. Una vez dentro, la lógica de un alfabeto objetual que aúna delicadeza, existencia y rotundidad fría se recompone en el viaje individual.

KOUNELLIS

Galería Carles Taché

Consell de Cent, 290. Barcelona

Hasta el 3 de abril

Este laberinto de planchas de acero y carbón esconde montones de sacos y ropas abandonadas; sacos que guardan carbón y cristales, atados con cables de hierro; sacos vacíos, aprisionados entre metales, estampados y numerados; abrigos que cuelgan de ganchos de carnicero, entre literas que parecen ataúdes de guerra para los soldados entregados a las filas de la muerte. Nuestro estado más pletórico desaparece frente a esta escenografía que huele a tragedia humana y que subsume al artista en un complejo de preguntas que nunca acabaremos de responder. La propia perspectiva de Kounellis es difícil de asumir, aunque no nos resulte imposible admirarla, pues está creando un lamento y una celebración de la vida.

El viejo griego Kounellis es quizá el más estilizado de los povera, el más escenificable y el que mejor representa dentro de los confines de una arquitectura abierta el poder de entusiasmo -pasión que define un objeto- de la obra artística. Alabó el "valor absoluto pero laico de la redondez de una pastillita de jabón" y la "perfección de la fusión obtenida con la cera". Colgantes de maromas portuarias, quinqués de parafina, sacos de café y carbón, láminas sacras de oro, leños, piedras, ventanas, muros o puertas se enmarcan en sus paisajes de claroscuros barrocos. Para enfatizar el contraste con lo sensible, Kounellis opone lo efímero -plantas, animales, fuego, humo- a lo permanente -el acero-: una margarita metálica con un soplete de butano en el centro, una vela consumiéndose sobre la plancha de acero que contiene un grafiti de homenaje a Marat y a Robespierre, una jardinera de hierro repleta de cactus, 12 caballos vivos encerrados en una galería, un papagayo vivo enmarcado por una lámina metálica. Y en esa contienda ininterrumpida es donde se desarrolla la acción dramática que debe protagonizar el espectador. Por eso la recepción de su obra siempre está en juego y las perspectivas -más allá del laberinto- tienen poco o nulo efecto sobre la extrañamente íntima obra de un artista que responde con ironía a la complejidad de la existencia mientras pone en nuestros rostros una mueca de dolor.

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