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Columna
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El pasado

La espléndida exposición Stalinfagia que el Centro Andaluz de Fotografía ofrece en su sede de Almería nos enseña que, a pesar de estar fabricada con materiales tan duraderos como el bronce y el mármol, la Historia es un objeto muy frágil. Recorriendo la colección de ciento y pico fotografías que testimonian cómo el dictador caucásico amputó, tachó y rehizo el pasado de la Unión Soviética a su antojo, entendemos que no existe la objetividad de los hechos, y que todo cuanto sucede en el universo es residuo de un ojo que observa, de una mirilla abierta. Libros que vinieron después nos aseguraron (¿verazmente?) que Trotski participó codo con codo junto a Lenin en la toma de decisiones que desencadenó la Revolución de Octubre, que armó y dirigió el Ejército Rojo y que ocupó un puesto en la plana mayor del Estado en los primeros años de la guerra civil. En estos retratos, que conservan en su bruma blanca y negra algo de la irrealidad de los grabados de las enciclopedias del siglo XIX, Trotski es una ausencia, un espectro, una huella de aire que comparte el primer plano de la imagen en el estrado desde el que Lenin vocifera, una nada voluminosa entre dos uniformes con las mangas en los bolsillos. Y como aquel borroso hombrecito de espejuelos y barba, generales, oficiales, dirigentes del Partido pasaron, según documenta esta galería de asesinatos, de su completa adhesión al régimen y su contribución al triunfo de la causa bolchevique, al olvido y la transparencia, al limbo de las fantasías donde pacen los unicornios. De golpe, por obra y gracia de un especialista en trucajes y unos minutos de laboratorio, se rescindía un esqueleto y la carne que lo recubría, se impugnaba una pierna rota a los siete años y el esfuerzo de aprobar un examen de geometría, se eliminaba el primer cigarrillo, la tos, la última carta de amor. Porque, en cierto sentido, suprimir a un hombre supone dejar al mundo cojo.

Como tantos otros, el Padrecito fue especialista en deshacerse de sus detractores mediante el higiénico recurso al disparo en la nuca o el campo de concentración. En las fosas debe de haber cientos de cadáveres con heridas en las que se lea su nombre, pero el homicidio que describen estas fotografías es mucho peor, más profundo, más sucio. Los romanos ya conocían la condena favorita de Stalin, y la catalogaron bajo el solemne título de damnatio memoriae: el traidor al Estado era espulgado de los monumentos públicos y su nombre se proscribía en todos los territorios del Imperio. Qué nos queda sino la memoria, se repite Winston Smith, el héroe de 1984, la novela en la que George Orwell denuncia la atrocidad que las fotografías de Almería delatan. Hundido en la miseria hasta las axilas, obligado a tolerar una existencia opaca y sin relieve como un daguerrotipo, Winston sólo halla consuelo rememorando su efímera felicidad junto a una muchacha que creía que le amaba. El pasado fluctúa constantemente como ese río de los filósofos, le revela a Winston un alto gerifalte del Partido: hoy nos trae estas piedras y estos peces, pero mañana será distinto. La Historia se rescribe de día en día, dependiendo de la mano que detente la pluma, y la pequeña memoria individual de los hombres resulta impotente para desmentir sus verdades.

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