Castilla
Por trabajos de mi oficio he andado unos pocos días por una parte de Castilla y León, esa autonomía sobre la que pesa la sospecha histórica de haber devorado a los demás territorios de España en un proceso de unificación histórica que acabó con los perfiles propios de las demás tierras o de los demás reinos. Siempre me parecieron una simplificación histórica esta clase de planteamientos hiperculturalistas, que olvidan los procesos reales que de verdad guían las cosas políticas. Lo cierto es que me encontré con una autonomía profundamente deprimida en la voluntad de sus gentes, con poca fe en sí misma y en política alguna, y con ganas de hacer las maletas, apagar la luz y dar el portazo. Sabía que había problemas importantes, pero nunca pude imaginar el real estado de conciencia de sus gentes, a las que no faltaba una cierta desesperación y una profunda depresión político-económica, con elaboraciones personales hacia un discurso hipercrítico y autopunitivo.
Si a los demás territorios autonómicos (o a los menos autoconscientes de su entidad) el Estado de las autonomías les sirvió para agrupar fuerzas y concretar esfuerzos racionalizadores en bien propio, animando desde esa nueva entidad burocráticamente reconocida los procesos modernizadores (como bien cabía esperar desde la literatura empírica sobre modernización), y en ese sentido puede decirse que, en líneas muy generales, el proceso autonómico ha sido positivo, en el caso de Castilla no parece haber sido así. La propia realidad autonómica y geográfica es excesiva y confusa, mezclando en su interior unidades más o menos naturales adscritas a diversos reinos históricos, y con claras diferencias socioeconómicas y culturales aún hoy en día, diferencias que impiden la emergencia de un real y operante espíritu colectivo que cree sinergias y mitos eficientes. La lengua es un factor unificador, pero no el único. El idioma llamado castellano se crea y recrea en el norte-centro del país en diversas unidades etnoculturales que, tarde o temprano, acabarán por hablarlo y hacerlo propio, lo que no significa que como unidades socioeconómicas sean la misma cosa y respondan de igual manera a las políticas públicas. El castellano se extiende más allá de Castilla, y no todo lo que habla castellano es Castilla.
Lo más crítico o negativo no es el estado actual de esta autonomía, sino la falta de perspectivas comunitarias hacia el futuro, como si sus gentes, no creyendo en la autonomía, tampoco creyesen en sí mismas y desde esa carencia de fe imaginasen un futuro imposible. Eso es exactamente lo que parece pasar.
Evidentemente, quizá no es tiempo de grandes reestructuraciones autonómicas o de crear más problemas de los que hay en ese terreno, pero algo debe hacerse para devolver la fe a esos pueblos y para que creen y crean en su propia entidad eficiente. Es difícil imaginar un futuro para todos con una Castilla deprimida, con falta de fe y ganas de hacer cosas, hundida en su ciclo depresivo y esperando la hora propicia para apagar la luz y cerrar definitivamente las puertas de un territorio de tan nítidos perfiles.
Educado sentimentalmente en una ética de la desconfianza política, nunca creí (ni lo creo ahora, aunque pudiera equivocarme) que la voluntad de los que pusieron en marcha el proceso autonómico fuera la de descentralizar y racionalizar el Estado. Más bién creo que fue sólo una extraña y arriesgada maniobra política para poner en sordina los procesos autonómicos más reales que podían crear problemas a la unidad española. En este sentido, la extraña y arriesgada maniobra ha salido bien en los territorios en los que no había alguna dinámica autonómica autoidentitaria, y ha sido muy dudosa en los demás, añadiendo problemas a los ya conocidos problemas históricos de este país. Castilla aparece en ese extraño proceso con el estigma de culpabilidad de su idioma y de su centro madrileño, como si hubiese sido Castilla la que realmente alimentó esa dinámica hipercentralizadora que siempre nos ha dado problemas. Esto es confundir la compleja dinámica socio-política que creó y movilizó a las élites económicas y oligárquicas de todo el actual territorio administrativo de España al albur del desarrollo económico con la vida real de un territorio como Castilla, fuertemente castigado por esta misma dinámica.
Situada en ese lugar de la sospecha, Castilla no debió asumir con algún entusiasmo tal proceso autonómico, enfrascada culturalmente en la lectura imperial de una Historia de España que la colocaba (sin grandes motivos) en un lugar central, más por intereses simbólico-políticos que por otra cosa más aceptable y racional. Y Castilla acabó por creer su propia leyenda, que se ha mostrado más autodestructiva en la propia Castilla, desmovilizando sus energías históricas y culturales y situándola como estatua inmóvil de un país crecientemente dinámico en su reestructuración territorial.
Los problemas de identidad española no tienen que ver (como frecuentemente subrayan los que no creen en las autonomías, que no son sólo gentes adscribibles a la extrema derecha, aunque también) con la supuesta atomización que producen las autonomías, sino con la poderosa emergencia de Europa y lo europeo como centro simbólico y la lenta pero firme crisis de las unidades estatal-nacionales que nacieron de las revoluciones históricas modernizadoras o burguesas, y que ahora ceden espacio político a un diálogo cada vez más fuerte y necesario entre las unidades primarias de producción (las autonomías) y el nuevo centro (UE). Esto está ocurriendo en toda la Europa comunitaria. Es cierto que aquí tenemos problemas añadidos a los problemas que el propio proceso europeo plantea.
Contra una opinión muy común, el avance de la unidad europea va, en tiempo histórico, a una velocidad vertiginosa, y va creando y creará problemas locales en la misma medida en que, inevitablemente, debilitará a los Estados formantes, por más que éstos se resistan a ello. Habrá problemas nuevos y habrá retrocesos, pero es difícil pensar en una definitiva marcha atrás del proceso unificador europeo.
En este marco, una autonomía sin fe en sí misma corre el riesgo de quedarse en el final de la cola de ese diálogo político de nuevo tipo entre las regiones geográficas y políticas y el nuevo centro europeo. Y en este mismo sentido, el trabajo por dar contenido a una autonomía no es sólo un trabajo de lujo de carácter simbólico-cultural, sino un trabajo económico que da y dará sus rendimientos. La idea de que la autonomía es un lujo, tan difundida por los sectores más cavernarios del país, ha hecho un daño profundo a algunas de las autonomías, Castilla entre ellas.
Fermín Bouza es sociólogo.
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