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Columna
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La pinta

A lo largo del pasado siglo XX cayeron muchas barreras que el hombre había levantado para regular su comportamiento. Hablamos del Viejo Continente, al que siempre habíamos llamado así, y no entiendo el enfado de quienes consideran que llamar Vieja Europa a la vieja Europa es hacerla de menos. Primero sucumbieron las que separaban externamente a las clases sociales en lo referente a la manera de vestir. Había sido indicio para ocupar un lugar preciso, aceptado por la simple razón de ser así impuesto por los más fuertes. Cuando en los siglos del Renacimiento una reina se vestía de pastora o un aristócrata ocupaba el sitio del villano, era cuestión del disfraz, que quiere decir disimulo, pasar una persona o cosa por otra y duraba lo que disponía el autor de la comedia.

Todo el año es carnaval, atolondrada época que vivimos ahora. Lo decían nuestros marchosos bisabuelos, convencidos en estas fechas de que el hábito hace al monje, y así transcurrieron otras edades. Ya vendrá la cuaresma. De los viejos tiempos poco rastro ha quedado de la indumentaria popular que conocemos, porque los llamados trajes regionales apenas se vestían en dos o tres ocasiones a lo largo de la vida. Por eso son tan vistosos, cargantes e incómodos, sólo hay que considerar lo que pesa un buen vestido de fallera.

Si careciera de otras cualidades, Madrid es el más perdurable monumento a la diversidad, aunque haya ido en detrimento del vestuario folclórico. Simple para los varones: botitos, pantalón ajustado, chaqueta corta, pañuelo al cuello y bombín o gorra de visera. Cómoda y ceñida a la silueta, la falda de percal planchao, el mantoncillo modesto adosado al vaivén de los flecos, o el airoso mantón de Manila, que era el visón de las hijas del pueblo. Fue así y ya no lo es más que en la reposición de La verbena de la Paloma, en las viejas películas de Cifesa y en el Museo Municipal.

Alguna vez hemos tocado el nostálgico tema en esta columna. Casi nadie dispone del traje de los domingos, ni las mujeres se afanan por estrenar sombrero en una boda, que supuso una preocupación trascendental. Hay, según parece, adolescentes masculinos que jamás han endosado un terno, reservado para los jóvenes que trabajan en las grandes aseguradoras internacionales. Entre las chicas se condesciende con las faldas hasta los pies, como si cundiera un pudor estético por mostrar la pantorrilla. El pantalón impera entre ellas, sin distinción de edad ni perímetro de las caderas. La hija de una duquesa o de un boyante presentador de televisión visten aparentemente igual que las que trabajan en una fábrica, en una oficina municipal o en el campo. Claro, que para la mirada experta la diferencia está en el precio y la calidad de la misma prenda, los costosos accesorios, cinturones, bolsas, zapatos o abalorios. Ni siquiera los fingidos harapos descubren categoría alguna, porque se imitan con tal perfección que resulta difícil reconocer los auténticos rotos y los genuinos descosidos. Ignoro si la muchacha de hoy pilla una rabieta porque otra amiga luzca unos vaqueros descoloridos y deshilachados como los suyos.

Sobrenada siempre una estética. Televisión mediante, vivimos familiarizados con el universo de las novedades, admirando el ceñudo desfile de las ideales maniquíes, aunque no comprendamos el enfado profesional que muestran. De qué manera transitan por la pasarela, envueltas apenas en transparencias y vestidos sólo aptos para aquellas esbeltas y singulares anatomías, con empaque y creaciones impensables fuera de un exquisito baile de Carnaval. La mejora de la raza aguanta cualquier cosa que se le ponga encima. Aunque no hallemos explicación racional a las mangas desaforadas de los jerséis, que parecen tejidos por manos distraídas y para orangutanas; las recientes camisas de rayas oblicuas, que parecen descargadas de un barco procedente de Hong Kong, chocantes en personas que peinan canas o no peinan nada, en absoluto. Me causó cierta impresión, el otro día, ver sobre un tablado al aire libre a mi viejo, querido y admirado amigo Fernando Fernán-Gómez -hombre garrido y alto para su tiempo- sorprendiendo, bajo la noble cabeza pelirroja, con unas incongruentes zapatillas deportivas, poco académicas. Yo, hasta llegados los calores, visto en Madrid traje completo, camisa y corbata. Con esa pinta pretendo ir disfrazado de mí mismo.

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