La LRAU, ¿actualizar o revisar?
En una economía de mercado, y en una sociedad abierta, democrática, el urbanismo, la creación del espacio urbano, es un compromiso entre los usuarios, que somos todos los ciudadanos, los poseedores del bien escaso, el suelo, y los agentes que se ocupan de su gestión, incluidas las instituciones públicas.
He mantenido estos sencillos principios desde la perspectiva profesional primero, como gestor público durante un tiempo, y lo sigo haciendo ahora. De la misma manera que he afirmado, en público y en privado, que legislar es una tarea que no se puede ejercer sin una cierta perspectiva de perdurabilidad, más allá, en democracia, de las mayorías, siempre coyunturales. En ello no hay desconfianza alguna acerca de la bondad de los gestores públicos, que mudan de acuerdo con la opinión de las mayorías. Al contrario, la perdurabilidad se refiere a una cierta aspiración a la estabilidad que algunos traducen como seguridad jurídica, que solo es una de las consecuencias.
La rigidez de la oferta de suelo es uno, y tan sólo uno, de los factores que intervienen en la formación de los precios de este bien escaso, susceptible de usos alternativos para seguir una doctrina que por clásica no es menos válida. La movilización del recurso, la transparencia y fluidez del mercado, un buen objetivo de cualquier política de creación de espacio urbano. Éste parece haber sido uno de los objetivos, plausibles, de la Ley Reguladora de la Actividad Urbanística (LRAU) de 1994 en el caso de la Comunidad Valenciana, y cuyas virtudes se han pretendido difundir en España.
La neutralidad, transparencia y bondad de las Administraciones públicas competentes es la base moral, política, de la acción pública. Y no se olvide, no tan sólo de las Administraciones locales, sino también de la autonómica. Claro está, que unas y otras, por voluntad de la ciudadanía, cambian de signo. Y en la mudanza, también las prioridades, los objetivos sociales de la construcción de la ciudad, del espacio urbano.
De suerte que, con el mismo instrumento, se pueden derivar resultados bien diferentes. Así, frente a una oferta de suelo atomizada, con retenciones indeseables para objetivos armónicos de ciudad, mediante el agente urbanizador se llegan a constituir auténticos oligopolios de oferta del bien escaso, el suelo, dejando inermes a los propietarios y en la inopia a los usuarios, que, insistiré una vez más, somos todos.
Desde luego este resultado no era el perseguido por el legislador de 1994, pero a estas alturas ya no cabe la menor duda sobre la realidad de la gestión del suelo en todos nuestros municipios, y la formación de un oligopolio sin competencia sobre las cuotas mejores de las clasificaciones urbanísticas de nuestras ciudades. Y aún pueblos menores en extensión si se quiere, hasta niveles de escándalo. La naqueranización de la gestión urbanística, al amparo de la LRAU es tan sólo un ejemplo, esperpéntico, de hasta dónde se puede llegar. Y no es el único.
Escándalo que no se refiere a los objetivos sociales, de ese compromiso entre agentes a que aludí, sino incluso entre quienes, de los agentes, se ocupan u ocupaban de la actividad económica de "producir" ciudad: promotores, empresas constructoras, de tamaño medio o pequeño, el tejido básico del sector, se convierten en subcontratistas o, simplemente, son desplazados, arrojados al exterior.
La ciudad deseada no es un simple dibujo, por más perfecto que este pueda resultar, y por más atractivo que aparezca a los ojos de sus autores. Sin la complicidad, y la transparencia, de todos los actores, de todos los agentes, la conclusión puede ser perversa respecto de las buenas intenciones.
De hecho, quienes se han aplicado al asesoramiento de los grandes grupos oligopolísticos en la gestión del suelo en la Comunidad Valenciana, participaban de la idea inicial de movilización del recurso escaso el suelo. El resultado sin embargo ha sido, precisamente, la aparición de un oligopolio sin competencia, un reparto, por así decir, del suelo y su encarecimiento. Como factor en la producción de vivienda, además, un coste adicional para los promotores y constructores no oligopolistas, y un coste insoportable para el usuario final, que, reiteraré, somos todos los ciudadanos. Hasta constituir uno de los problemas más agobiantes para capas de población que van de los jóvenes a las demandas insolventes, cuya vivienda, a tenor de la traslación de costes, deviene un bien inalcanzable.
No se trata en consecuencia de una actualización, que se alcanza a entender desde la perspectiva de autores y aplicadores de la LRAU, sino de una revisión en profundidad del proceso de producción de ciudad que atienda la necesaria complicidad, pública y transparente, entre todos los agentes que intervienen en el proceso, sin posiciones de dominio, ni jurídico ni económico.
Ricard Pérez Casado es doctor en Historia y diputado socialista por Valencia
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