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Columna
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Palomas mensajeras

Hay una escena en La plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda, que siempre me ha parecido extraordinaria. Reveladora sin artificio, sin estridencias. Implacable, sin la menor concesión a la violencia. En ella, Colometa, la protagonista, sube a la parte más alta de su casa, a una buhardilla donde su marido decidió un buen día criar palomas. Se trata de un lugar siniestro, repugnante: olor, vista, tacto; todo invadido por la presencia, atronadora además, de los pájaros. El marido ya no está y Natalia puede por fin librarse de las palomas. Abre las ventanas, pero las palomas no se mueven. Las empuja y no hay modo. Han estado tanto tiempo encerradas que no buscan la libertad. Simplemente porque han olvidado cómo era y no la distinguen.

No distinguen el aire puro del viciado. El horizonte, de las fronteras de un cuarto. El paisaje abierto, del que se percibe a través de un cristal. El ogro de esa historia es el marido. El de la nuestra es ETA. Que nombra todo de otra manera, y nos tiene encerrados desde hace mucho tiempo. Tanto, que a veces pienso, temo, que nos pase lo mismo que a las palomas.

Que no distingamos. Porque, ¿sabemos aquí verdaderamente lo que es la libertad? Pensar en libertad, a nuestras anchas, hablar en libertad. ¿Sabemos lo que es lo normal, el aire puro? Ocupar el espacio público, desprevenida, despreocupadamente. Ondear los símbolos del gusto personal, de la opinión puntual, irreflexiva; de la genialidad o de la necedad de un pensamiento fugaz -no recuerdo quién dijo que el cerebro humano es un órgano que carece de dignidad-. ¿Dónde está esa libertad de pensar en voz alta, de decir lo primero que se nos ocurre, de contar y cantar aquello que la memoria nos actualiza porque sí? ¿Dónde, la tranquilidad de saber que no habrá facturas de ningún tipo?

Yo nací en una dictadura. Cada vez veo con más claridad hasta qué punto he crecido y madurado en otra, menos nominal y más insidiosa. Y que corro el riesgo de envejecer sin haber conocido otra cosa que la confusión entre el cristal y el verdadero cielo. Sin haber volado, lo que se dice volar, lo que se entiende como volar, y se sueña como volar. Volar de la idea a la palabra y de ahí al acto y luego al hecho, con la libertad que tiene, por ejemplo, la gente de los países que llamamos "nuestro entorno" a pesar de que no padecen "lo nuestro" ni nosotros gozamos de lo suyo.

Corro ese riesgo; lo sé. Lo veo unos días más claro que otros. Pero lo sé. Y que lo único que me sostiene es la confianza en los valores democráticos. La defensa -receptiva y activa- de las instituciones democráticas que son lo más parecido que hay a un cielo abierto. El respeto de las reglas de ese juego que consiste precisamente en tener reglas visibles, explícitas. Y que consiste también en ponerse límites, justos y justificables. Sólo tengo los símbolos del Estado de derecho, que aquí tienen valor, muchísimo valor; muchísimo más que en cualquier otro rincón de ese "entorno", porque aquí representan los hechos, los únicos hechos que conocemos de la verdadera libertad.

Esta semana han cerrado un periódico. Y aunque considero esencial y urgente investigar judicialmente el entramado invisible de ETA, no apoyo ese cierre. Un periódico es un símbolo; también el que se distingan con claridad las responsabilidades individuales de las de un medio de prensa; también la presunción de inocencia -juzgar primero y condenar después-. Mientras que lo que ha dicho Acebes: "Estas detenciones prueban (sic)"; ese condenar, clausurar hoy y juzgar mañana o dentro de varios años no es un símbolo defendible sino un signo de erosión democrática, un síntoma de terrible pronóstico.

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Y aunque finalmente las pruebas demostraran que todas las presunciones se equivocaban, su error no sería nada comparado con el de llevarse por delante los principios, las reglas y los límites. Su error tendría remedio. Eso es democracia también, darle opción al remedio. Lo otro: primero parar las rotativas y luego "ya se verá", se parece peligrosamente a la confusión de las palomas. Pretender que el cristal es el cielo.

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