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Columna
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Javier Tomeo

Jueves, 20 de febrero. La lluvia empapa las sábanas blancas, que siguen ahí, en los balcones. En una de ellas se ha borrado el "no" y ahora invita "a la guerra". El lunes se llevaron a los cómicos que gritaban: "¡Mamaaá!". La farola está desnuda. Javier Tomeo me ha dejado en el buzón su última novela: La mirada de la muñeca hinchable (Anagrama).

Javier Tomeo es mi vecino, vive a una manzana de mi casa. Un día sí y el otro también suelo encontrármelo por el barrio y acabamos tomando unas copas (él bebe agua, a lo sumo se toma una cerveza) en la terraza del Bauma o del Morryson. Con Tomeo uno acaba siempre riéndose, es muy gracioso contando chistes e historias. Ayer me contó la de aquel tipo que va a un concurso de la tele y se presenta: "Me llamo Juan Unamuno y tengo una polla de 30 centímetros". "¿Una qué?", le pregunta perpleja la presentadora "Unamuno, como don Miguel de Unamuno", le responde el tipo.

Tomeo, además de gracioso, tiene fama de raro. Hasta hace poco vivía con sus padres, nonagenarios, en un piso en el que ninguno de sus amigos pusimos los pies. Murió el padre, luego la madre, y Tomeo se ha quedado solo en el piso. Un piso con fantasmas, al que Tomeo regresa cada noche -cuando no está por ahí dando conferencias o asistiendo al estreno de sus obras-. Coge una lata de fabada Litoral, la calienta al baño de María y se la come mientras ve la televisión. Al menos, eso es lo que cuenta. Y mañana será otro día.

Y si Tomeo tiene fama de raro, sus novelas están ahí para confirmarlo. La mirada de la muñeca hinchable cuenta las vivencias de un tipo que dice llamarse Juan de la Parra y de Follahondo y que, mira por donde, se parece bastante a mi amigo Javier Tomeo: "Supongo que todos los vecinos me odian porque soy muy distinto", confiesa en la página 106. Un tipo que vive solo en un piso y al que de vez en cuando se le aparece su madre difunta, el fantasma de su madre, y Juan de la Parra y de Follahondo le pregunta: "¿Ya sabes que las manos me llegan a las rodillas?". La madre calla y el hijo insiste: "¿Cómo es posible que puedan ocurrir esas cosas, si tú me pariste hombre? ¿Quién tiene la culpa? ¿Las series de la tele? ¿Las fibras ópticas? ¿Los alimentos transgénicos? ¿La globalización?". Juan de la Parra y de Follahondo vive en una ciudad en que todas las avenidas, calles y plazas llevan nombres de militares, una ciudad ensordecida por el ruido de las sirenas de los coches de la policía y de las ambulancias. Una ciudad plagada de terroristas invisibles. Una ciudad que Juan de la Parra y de Follahondo recorre en compañía de su amigo Torcuato, el cual sueña que vive en el fondo del mar, respirando como un pez, y que lo pescan, lo rebozan con harina y lo ponen a freír. "¿Quién podría ser ese pescador? ¿Pudiste verle la cara?", le pregunta Juan de la Parra a su amigo Torcuato. "Creo que era mi padre", susurra éste.

Una ciudad plagada de diablos, sin ombligo y con el pene en forma de flor de lis, como los auténticos diablos; donde los relojes se tornan relojes cangrejo, avanzan retrocediendo o retroceden avanzando; donde el maître de Casa Leonor, además de ser zurdo, tiene un ojo más grande que el otro; donde las condesas tienen seis dedos en cada mano; donde el niño gordo del sexto piso, ese mal nacido, está siempre espiando detrás de la ventana mientras Juan de la Parra y de Follahondo planea la manera de liquidarlo. Tal vez poniendo un puñado de garbanzos en la escalera para que el maldito chiquillo resbale y se rompa la crisma, "como descubrí en una novela que leí hace años" (Amado monstruo, de Javier Tomeo. Anagrama, 1985).

"¿Por qué escriben los hombres cosas imposibles?", se pregunta Juan de la Parra y de Follahondo. "¿Lo hacen porque jamás podrán verlas convertidas en realidad? ¿Por qué Torcuato sueña con sartenes y yo con hombres sin nariz?".

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Uno termina la novela y se imagina a su amigo Javier Tomeo que acaba de zamparse la fabada y se dispone a lavar el plato sopero y la cuchara, solo en la cocina de su casa. Tal vez se haga unas hierbas. O tal vez no. Tal vez se le aparezca su madre -las manos le han crecido dos centímetros desde la última vez que habló con ella- o tal vez se vaya a la cama con Dorotea, esa muñeca hinchable que, ¡ay!, no responde a sus caricias. Y mañana será otro día.

Uno termina la novela y piensa en su amigo Tomeo, y se siente satisfecho, encantado de tener un vecino, un amigo tan raro, que escriba cosas tan raras. No todo el mundo puede permitirse el lujo de tener de vecino y de amigo a un escritor excepcional, a un poeta visionario, que desnuda la ciudad, que desnuda a sus habitantes y les lava, les frota las caras hasta conseguir que asome, entre inquietante y divertida, la sonrisa de sus propias calaveras.

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