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Columna
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Los ministros mutantes

Aunque uno lleva tiempo proponiéndose en secreto abandonar el fango de la política vasca y escribir sobre otras cosas, el calendario de un país enloquecido no permite deserción tan saludable y legítima. La semana pasada se vivió bajo la sombra del asesinato de Joseba Pagazaurtundua, pero la próxima se hará sobre un hecho envenenado: el cierre del periódico Euskaldunon Egunkaria y de otros medios, bajo la acusación de colaboración o pertenencia a banda armada.

No sabemos si la acusación incluye el delito de leerlo, pero si existe alguna conexión entre un periódico y ETA sólo puede ser económica, de modo que los que hemos comprado, las veces que haya sido, Euskaldunon Egunkaria deberíamos considerarnos imputables. Mayor Oreja lo explicó en sus declaraciones posteriores: acusó al Gobierno vasco (en realidad, al líder opositor ha dejado de preocuparle ETA hace mucho tiempo) de financiar el periódico. Pero realmente financiadores lo hemos sido todos, todos los que lo hemos comprado a veces, junto al pan, por la mañana.

De toda la trifulca del pasado jueves merece destacarse la respuesta ponderada del Gobierno vasco, a pesar del desagrado. Cierto que no hay razón para descartar indicios de responsabilidad penal en alguna persona. Aunque si existiera le afectaría sólo a ella. Incluso es posible que de ningún detenido se demuestre conducta delictiva ¿Qué pasaría entonces con el periódico? ¿Y con sus trabajadores? Debemos esperar pacientes y confiados, pues sabemos que si todo es un infundio se nos darán las explicaciones pertinentes ¿no?, que se materializarán millonarias indemnizaciones judiciales, y que incluso afrontará sus responsabilidades políticas el ministro Acebes. ¿O era el ministro Michavila?

Hemos llegado a uno de los misterios de la democracia española contemporánea: nadie sabe diferenciar a Acebes de Michavila. Se parecen tanto que es imposible culminar con éxito el deslinde. Uno es ministro de Justicia (a saber quién) y otro ministro de Interior. Sus rostros son reconocibles, pero nadie adscribe correctamente el careto augusto al apellido pertinente. Yo me esfuerzo, pero es demasiado para mí. ¿Quién dirige la policía? ¿Quién gestiona la justicia? ¿No será su mimetismo una confusión jurídico-policial? ¿No será esa condición mutante la demostración de algo más profundo? Me siento incapaz de separar sus rostros y apellidos. Pero todavía peor: confundo sus oficios, no sé a lo que se dedican. Montesquieu, sin duda, debe estar removiéndose en su tumba.

El día del cierre de Euskaldunon Egunkaria y de otros medios euskaltzales, Acebes-Michavila superó su ya preocupante confusión competencial con una clara invasión de los terrenos del ministerio de cultura: toda la acción policial era un magro favor a la cultura vasca, prácticamente una operación de mecenazgo. La cultura vasca debería mostrarse agradecida al tándem ministerial y a su doble acción mutante. Cuando el presidente de un Tribunal Constitucional prejuzga una sentencia y recibe las risotadas cómplices de un ejército de oyentes (por cierto, en aquella reunión estuvo también, riendo, Acebes-Michavila), o cuando los ministros de Interior y de Justicia simplemente son intercambiables, algo en esta democracia anda muy mal.

Acebes y Michavila. Michavila y Acebes. Me hago un lío con ellos, si bien mi lío es menor al que padecen Martxelo Otamendi y sus adláteres. Confundo a los ministros como confundía los poderes cuando estudiaba Derecho Constitucional y alguien hablaba de su separación. ¿Qué poderes eran aquellos? Ni me acuerdo. La democracia española ha orillado semejantes antiguallas. Pero la inquietante confusión entre Michavila y Acebes lo explica todo. Claro que las cosas siempre pueden empeorar: recuerdo ahora la cana cabellera y el cobrizo perfil de Jiménez de Parga y regresa a mi memoria, de las nieblas de la infancia, el rostro bronceado de Solís, la sonrisa del régimen franquista. Lo de Franco y lo de Aznar va adquiriendo un parecido razonable.

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