El gol del trilero
Raúl puso el tenderete en el punto de penalti, organizó un corrillo de alemanes, mostró un billete falso, se apoderó de la pelota, la escondió en el cubilete, gritó ¡al ladrón!, se tiró al suelo, fingió un ataque de nervios, llamó a los alguaciles y provocó un tumulto internacional. El alboroto alcanzó proporciones nucleares: en la confusión, los gemelos de Meldetzer empezaron a discutir, Worns se abrochó la bota derecha con el cordón de la izquierda y Lehmann, el portero, se atornilló al piso y sufrió las tres plagas: cortocircuito, calcificación y parálisis general.
Cuando llegó la policía, el gol del empate había subido al marcador.
Sabemos que en la alta competición el esfuerzo está gobernado por la utilidad. Entre el juego que los muchachos disfrutan en la calle y la misión que los futbolistas cumplen en el campo hay un punto común, el afán de victoria, y una distancia, la que separa la libertad de la disciplina. Mientras el fútbol oficial tiene un componente de factoría, el de barrio tiene un ingrediente territorial: en él es tan importante la lucha por el espacio como por el gol. En esa búsqueda del centímetro cuadrado, cada cual tiene que depurar su propio estilo: unos se reconocen en su fuerza, o en su velocidad, o en su destreza natural; otros, los tahúres más apreciados, en esa forma de talento que llamamos picardía.
El profesionalismo es un dominio de los atletas. En el intento de convertirlo en materia previsible, los entrenadores han favorecido la maniobra directa, así que del antiguo fútbol de arrabal sólo queda la reyerta del juego de área. Dicha práctica se ha convertido en un oficio: con la complicidad del árbitro, entre agarrón y agarrón, los contendientes no pelean por su milímetro de césped, sino por su milímetro de tela.
Fueron precisamente los alemanes quienes, hace treinta años, llevaron la trifulca hasta sus últimas consecuencias. En pleno milagro industrial pusieron en el mercado a Uwe See-ler, un ladrillo rubio que se hacía pasar por delantero centro. Era una especie de costalero redondo, sin duda insensible a los golpes, que prosperaba entre los defensas italianos con la seguridad mecánica de un guardagujas. Cuando quisimos darnos cuenta había patentado el remate por demolición, una jugada extrema en la que atropellaba sucesivamente a los centrales, al árbitro y al portero antes de alcanzar, desde el suelo y con el dedo gordo, el balón final.
Raúl ha recuperado el fútbol primigenio, pero le ha dado un toque de modernismo. Tan capaz de ensayar una carambola como una vaselina, ha vuelto a demostrar que una sola pierna, un solo corazón y la infinita paciencia necesaria para descomponer un segundo en mil milésimas son todo lo que hace falta para marcar un gol intemporal: el gol del trilero.
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