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A PIE DE PÁGINA

Ratoncitos de chocolate

Ahora, con la lluvia, es diferente: las plantas del balcón parecen barnizadas, caen unas gotas del alero de arriba

más frecuentes a la izquierda que a la derecha

exactamente sobre el pasamanos de madera, la tierra de los tiestos se oscurece y me siento mejor así. En verano, con el sol en las paredes toda la tarde, cuesta más: sé a qué hora alcanza el cuadro, a qué hora, en junio, deja el cuadro, a qué hora se arrastra por el suelo hasta desaparecer en la alfombra, avergonzado. Es en ese momento cuando voy a la cocina y comienzo a cenar.

Tal vez no se pueda llamar cena a lo que como por la noche: una sopa, una ensalada, uvas, el queso que se endurece en la nevera, esas cosas. Entre lavar los platos y limpiar la cocina acabo a las nueve. Me quedo sentada mirando la persiana del tendedero

Qué diferente el suelo cuando una se descalza. No sé explicar. ¿Más íntimo?

siempre torcida

voy a la habitación y me acuesto. No enciendo la luz: conozco, hace tanto tiempo, el lugar de cada cosa, el número de pasos necesarios. Saco la colcha, los cojines, tiro de un extremo de la sábana. Me descalzo y qué diferente el suelo cuando una se descalza. No lo sé explicar. ¿Más íntimo? No, más íntimo no. Da igual. Pero diferente cuando una se descalza.

Además la cama también es diferente cuando una se despierta, tibia, con ese olor que una deja. Debo de tener un sueño apacible porque casi no me hace falta acomodar nada, un toque aquí, otro allí, ya está. Abro la ventana para que mi olor se vaya: unos días se va, otros, desconozco el motivo, se demora como estancado. Me parece extraño

-¿De quién es este olor?

hasta comprender que me pertenece. Que soy yo. Hubo olores diferentes hace años: el de mi madrina, por ejemplo, a remedios, a limones amargos, al jarabe para los bronquios. Era el olor, no ella, el que decía

-Carmen

y yo apoyaba la plancha en la tabla

-Dígame, señora.

En dos o tres ocasiones quemé la tabla, o sea la tela que forra la tabla, agujeros con bordes marrones, aureolas de ceniza. Aún están allí. Es curioso cómo envejecen los agujeros. Cómo envejecen realmente los agujeros. Es curioso que no me sienta envejecer. El médico con la mano en alto

-Cuidado con la vesícula

y yo para mis adentros, porque me siento cohibida

-¿Qué vesícula?

puesto que me siento bien, me siento joven. En la carnicería siguen llamándome señorita así que no debo de haber envejecido. Me pongo la misma ropa, es casi imposible encontrarme una cana. Señorita Carmen, la señorita Carmen que sigue joven. Sesenta y cuatro en octubre y joven. Arrugas, pocas. Al encontrarme, por casualidad, en un espejo

no soy mucho de espejos

podría perfectamente saludarme

-Buenas tardes, señorita Carmen

sin que a nadie le choque. Por ejemplo, fijaos, yo

-Señorita Carmen

y la lluvia impasible, las plantas del balcón barnizadas, las gotas

más frecuentes a la izquierda que a la derecha

en el pasamanos de madera, la sopera del tío piloto de la Marina indiferente. Unos pavos reales o quién sabe qué dibujados en la sopera. Pájaros orientales, creo yo, de la India o de Macao y el tío piloto hace siglos

-Muchacha

ofreciéndome ratoncitos de chocolate. Tío Gastón. Cuando enfermó de tuberculosis lo ingresaron en el Caramulo pero el

-Muchacha

permanece en el sillón en el que nunca me atreví a sentarme, en el que ratones de chocolate mezclados con tos

-Muchacha

y un gran silencio después. Tío Gastón. Usaba botas, siempre muy compuesto, muy atildado

-Un domingo de éstos te llevaré a pasear en barco

y no llegó a llevarme. Veía los barcos desde el mirador, quietos en la bandeja del río. Así era en septiembre porque ahora, con la lluvia, es distinto. Me gusta la lluvia, las personas que se mojan allí fuera y yo seca, con un chalcito, en la silla. Tal vez sea la hora de ir a la cocina. Calentar la sopa, sacar el queso de la nevera. La hora de cenar: no se distinguen las plantas del balcón, no se distingue casi nada. Se distingue a la señorita Carmen

(por lo menos el espejo

-Hola, señorita Carmen)

que junta las rodillas, las cubre con la falda y finge que acepta el ratoncito de chocolate que nadie le ofrece. Coleccionaba los papeles de plata del chocolate, los alisaba con la uña, los ponía en el libro de lectura que guardo allá, en la cómoda, que la señorita Carmen guarda allá, en la cómoda, y el tío Gastón

-Claro que sí, claro que sí

satisfecho conmigo, sin toser, mi madrina en silencio, todo tranquilo, sólo una gota, de vez en cuando, en el borde del balcón. No es triste el invierno. Hay momentos en que me apetece que no acabe nunca.

Traducción de Mario Merlino.

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