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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Envite turco

Turquía mantiene todavía en vilo a EE UU sobre si aprobará o no el despliegue de 40.000 soldados estadounidenses en su territorio para invadir Irak desde el norte. Tayyip Erdogan, jefe del partido de raíces islamistas gobernante, ha explicado que Washington no debe dar por descontado que su país vaya a ser plataforma de lanzamiento para un segundo frente, aunque, tras semanas de negociaciones bilaterales, todo parecía bien atado. A la espera de un voto parlamentario sobre el tema, su Gobierno ha permitido que el Ejército estadounidense reforme y modernice bases y puertos con vistas a la planeada ofensiva contra Bagdad.

Dos elementos separan básicamente a Ankara y Washington, mientras sus barcos de aprovisionamiento se acercan a las costas turcas y la segunda resolución que se cocina en la ONU exige ya la respuesta final de su aliado. En lo económico, unos 6.000 millones de dólares, la diferencia entre los 26.000 millones en diversos tipos de ayuda que EE UU ofrece como compensación y los 32.000 millones que pide Turquía. Los grandes argumentos esgrimidos por el presidente Bush para construir su alianza contra Sadam Husein se reducen en el caso turco a un chalaneo de última hora sobre el importe del cheque. Esta idea de los beneficios que obtendrán quienes se alisten al banderín de enganche estadounidense comienza a abrirse paso con obscenidad en esta fase crítica de la confrontación y degrada más si cabe la legitimidad de la guerra en ciernes.

La segunda discrepancia que espolea el regateo de bazar son los kurdos iraquíes. Turquía pretende meter en el país vecino, siguiendo a las tropas de EE UU, a decenas de miles de soldados, capaces de penetrar profundamente en el Kurdistán. Se trataría de impedir que, al socaire de la invasión estadounidense, los semiautónomos kurdos declaren su independencia de Bagdad y puedan sentirse tentados por los yacimientos petrolíferos de Mosul y Kirkuk. Ankara teme el efecto contagio y se opone a cualquier posibilidad de que los kurdos -unos 12 millones en Turquía- tengan su propio Estado, ni en Irak ni en ninguna otra parte. Los miedos son recíprocos. Los kurdos iraquíes recelan de que una guerra sirva para que su enemigo ocupe el Kurdistán, estrangule su aspiración autonomista y reivindique el control sobre el codiciado petróleo.

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Lo presumible es que Ankara no apriete las clavijas a la Casa Blanca hasta el punto de poner en peligro su larga y privilegiada relación. Washington pagaría un alto precio militar si atacara Irak prescindiendo del frente turco, pero sería, en última instancia, un riesgo soportable. Más grave sería el coste político, porque perdería su mayor baza propagandística internacional, la de un país aliado musulmán, a la vez democrático y laico. La cuestión kurda, en cualquier caso, ha irrumpido ya en el escenario prebélico como una fuente añadida de inestabilidad regional.

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