Caza de brujas
En 1950, siendo vicepresidente del Comité de Actividades Antiamericanas el tristemente famoso senador Joseph McCarthy, se inició una persecución inquisitorial contra "los rojos infiltrados" en distintas esferas políticas, administrativas, sociales y culturales de la sociedad norteamericana. Durante cuatro años, el espíritu macartista desató un auténtico acorralamiento de supuestos "comunistas", acusando sin pruebas, acosando sin descanso, descalificando pública y políticamente a intelectuales, artistas y escritores.
La sombra de la sospecha se extendió sobre todo y sobre todos. Con la justificación de perseguir a los "enemigos" de América, el conservadurismo más rancio y el integrismo religioso e intelectual más arcaico desataron una auténtica caza de brujas contra actores, directores, productores, guionistas, funcionarios, y hasta miembros del ejército vieron pulverizados sus derechos constitucionales. Y todo, porque cometieron el grave error de "no estar con el Gobierno", porque tuvieron, en fin, el atrevimiento de "pensar y expresarse por sí mismos". Unos fueron perseguidos e insultados públicamente, en algunos casos incluso encarcelados y en otros expulsados de sus profesiones.
No contento con censurar, el poder persigue al discrepante para marginarle
La técnica para estigmatizar a los supuestos traidores era identificarles con un enemigo real de los intereses de América y de los americanos. Ese enemigo, en aquel tiempo, era el comunismo soviético. Cualquiera que no mantuviese respecto a ese enemigo los mismos postulados y opiniones que sostenía la corriente más ultraconservadora de la Administración americana, era acusado de connivencia con el régimen soviético.
Las imputaciones eran graves e intentaban despertar los instintos básicos de la ciudadanía, apelando a sentimientos muy arraigados en el pueblo americano: la seguridad colectiva, la defensa de la patria, el interés general de los ciudadanos o la preservación de la libertad y de la forma de vida americana. Con ello, se quería enfrentar a la sociedad en su conjunto con aquellos que libremente expresaban su opinión o simpatizaban con un partido político determinado. De este forma se pretendía que la opinión pública considerase a los disidentes como traidores, a los que protestaban como desleales, a los que se manifestaban como antipatriotas y a los que discrepaban con el Gobierno como irresponsables.
Para cerrar este círculo diabólico, la estrategia se apoyaba en una segunda y hábil identificación: confundir el interés general con el interés coyuntural o político del Gobierno de turno. De tal forma que cualquiera que se opusiese al Ejecutivo, en realidad aparecía ante la sociedad como contrario al interés general del país.
Ciertamente, el régimen soviético era una dictadura que privaba a sus ciudadanos de las libertades y los derechos fundamentales, y aquella nación y sus satélites eran enemigos de las democracias occidentales. Esa era una verdad conocida en Estados Unidos, que la mayoría de los intelectuales y artistas acosados compartía. Pero no importaba. La trampa era situar a los que disentían de la estrategia de la Administración americana, a aquellos que simplemente estaban afiliados a un partido o a los que criticaban la política del Gobierno de Estados Unidos frente a la Unión Soviética, como defensores de una dictadura comunista enemiga del pueblo norteamericano.
Observando la situación actual de la política española me ha parecido encontrar peligrosas similitudes con el clima desatado por el macartismo hace más de 50 años en Estados Unidos. En España corren tiempos en que los silencios, las palabras y las acciones pueden ser utilizadas contra los que callan, hablan o actúan si osan contrariar las tesis o la doctrina oficial. Aquellos que hacen uso de su legítima libertad de pensamiento y expresión se arriesgan a ser insultados, desacreditados, excluidos e, incluso, perseguidos. El ejercicio del derecho a la libertad de expresión supone un riesgo. El que disiente puede convertirse en víctima de furibundos ataques perfectamente orquestados por la maquinaria del poder.
Tristemente, las reacciones de nuestro Gobierno y de sus terminales mediáticas me recuerdan cada día un poco más a aquella caza de brujas. No se tolera la discrepancia, ya sea en el caso del Prestige o en la crisis de Irak, so pena de ser acusado de buscar el interés propio o político en perjuicio del interés general de los ciudadanos o de defender al dictador Sadam Husein.
Empiezo a tener la sensación de que la libertad de cada cual no tiene como límite la libertad del otro o la ley, sino que los límites los imponen el pensamiento y la opinión de los que nos gobiernan. Si nuestra libertad se enfrenta a ese pensamiento o esa opinión, entonces la recortan, la censuran, la critican o la ocultan.
Somos libres para expresarnos si compartimos nuestra opinión con la del Gobierno. Es posible discrepar si es para coincidir con el Gobierno. La sociedad puede manifestarse si es para desfilar con el Gobierno o con su partido. Pero si los ciudadanos quieren expresar una opinión distinta a la oficial, entonces aparece la mordaza. Los huelguistas son eliminados de los informativos de la televisión pública, las fotos se ocultan en las agencias de noticias, las voces se acallan en las emisoras de radio públicas, las manifestaciones se prohíben o se dificultan por el representante gubernamental de turno.
No contento con censurar, el poder y sus allegados dan un paso más, descalifican, persiguen, ponen bajo sospecha al discrepante para marginarle, para estigmatizarle ante la sociedad. A la oposición política que discrepa se le acusa de "ladrar" y de atacar el interés general. La sociedad que protesta es descalificada y censurada. Los artistas que manifiestan libremente su opinión son insultados y acosados.
La crisis del Prestige y el debate sobre el papel que España debe jugar en el conflicto con Irak nos han traído estampas de otro tiempo y de otro país que, afortunadamente para todos nosotros y para futuras generaciones, había dejado de existir.
Aquellos que en Galicia y en el resto de España han levantado su voz y su lamento contra la ineficacia del Gobierno en la catástrofe del Prestige han sido perseguidos por el aparato del Estado a través de un fiscal nombrado por el Gobierno. El "nunca máis" de protesta, de indignación y también, por qué no decirlo, de dignidad de todo un pueblo, ha sido atropellado por las falsas acusaciones de un Gobierno que no tolera la crítica, mucho menos cuando además se exigen responsabilidades por los errores cometidos.
Con el debate abierto por la sociedad española sobre la crisis con Irak, la derecha nos ha demostrado que no sólo copia mímeticamente la política del actual Gobierno republicano estadounidense, sino que incluso está dispuesta a importar las prácticas macartistas de las Administraciones más conservadoras de aquel país.
Sólo así se explican los cacheos innecesarios y vejatorios, las descalificaciones e insultos, las presiones, la vigilancia excesiva o los procedimientos legales impulsados contra los movimientos ciudadanos. Todas las personas objeto de este acoso han cometido el mismo pecado: expresar su desacuerdo con la política del Gobierno.
Hace un año insultaron a los estudiantes que protestaban contra la reforma de la enseñanza. Después hicieron desaparecer de los telediarios a los miles de trabajadores que secundaron la huelga general contra el decretazo. El mes pasado persiguieron a Nunca Máis por alzar la voz contra el desgobierno. Ayer intentaron amordazar a los artistas por expresar libremente su opinión. ¿Hasta dónde llevarán esta caza de brujas?
José Blanco López es secretario de Organización y Acción Electoral del PSOE.
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