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Tribuna:
Tribuna
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Entre el millón

Asistir a una manifestación en la que, como sucedió el pasado sábado en Barcelona, confluye tantísima gente -importa poco si fuimos medio millón, un millón entero o 1,3 millones- tiene sus ventajas: te sientes partícipe de un sentimiento mayoritario (lo cual no es malo, de vez en cuando), congregante de una liturgia democrática que, a tal escala, sólo se celebra en ocasiones muy señaladas, diluido por un rato en la masa anónima e igualitaria que está "haciendo historia". Pero también conlleva sus inconvenientes, porque en una cita como aquélla -convocada o secundada por cientos de organizaciones, colectivos y grupos de todo tipo- el lema genérico, transversal e irrefutable de No a la guerra iba envuelto en muchos otros mensajes explícitos o tácitos, venía arropado por intenciones muy diversas, hasta contradictorias, y ha dado pie a lecturas dispares. Naturalmente, eso no quita ni un ápice de su valor a la rotunda movilización ciudadana, pero tal vez obliga a quienes opinamos en público a fijar posiciones, a precisar las razones que tuvimos -y las que no tuvimos- para concurrir el otro día al paseo de Gràcia.

Un servidor se manifestó, en primer lugar, contra las políticas de José María Aznar y del PP. No, no crean que eso sea tan obvio ni universal; los hay que abominan del Gobierno español por su posición respecto a Irak, pero aprueban su política autonómica, etiquetan las denuncias de involución neocentralista como infundios nacionalistas y jalean desde hace años la cruzada que La Moncloa alimenta contra el Ejecutivo vasco. Yo, en cambio, sostengo que todo es uno y lo mismo, que la inflexibilidad, el gusto por las soluciones de fuerza, la concepción dogmática y centrípeta del poder impregnan el conjunto de la gestión de Aznar, que éste aprueba bombardear Bagdad igual que hace bombardear Ajuria Enea, si no con misiles sí con acusaciones de "asesino por complicidad" contra el lehendakari Ibarretxe...

También me movilicé, claro está, contra esta guerra. No en nombre de un pacifismo gandhiano -me confieso incapaz de tanta elevación espiritual-, ni tampoco porque el Papa la haya condenado -la credibilidad vaticana en materias politicosociales me parece absolutamente quebrada-, ni porque me trague el cromo de un Bush refocilándose con las vísceras de los civiles iraquíes. Simplemente, creo que la Administración norteamericana no ha sido capaz hasta hoy ni de convencer a las opiniones occidentales ni de crear un consenso internacional sobre la necesidad y la urgencia de un ataque y, en consecuencia, éste carece por ahora de legitimación. Me parece grotesco, en cambio, que del actual clamor antiguerrero se quiera extraer una condena retrospectiva y global contra las últimas intervenciones militares internacionales: la del Golfo en 1991, la de Kosovo en 1999, la de Afganistán en 2001... Desde luego, el arriba firmante no acudió a la manifestación del sábado para dar la razón póstuma a quienes creían, allá por 1990, que la anexión de Kuwait por parte de Sadam Husein era una fruslería; qué digo una fruslería: un acto de reparación histórica frente a los agravios del colonialismo. Tampoco fui para avalar a los que todavía hoy, cómodamente repantigados en el Primer Mundo, añoran aquel Kosovo tan dichoso bajo la bota de Milosevic, o el benéfico gobierno de los talibanes sobre Afganistán.

Casi olvidaba decir -algunos de los convocantes lo olvidaron por completo- que también salí a la calle para expresar mi repugnancia y mi rechazo hacia Sadam Husein, el principal enemigo del pueblo iraquí igual que Franco lo fue del pueblo español. A menudo, durante las últimas semanas, se ha englobado indulgentemente a Sadam entre "tantos dictadores como hay por ahí", e incluso se le ha equiparado a Ariel Sharon como paradigmas los dos de "gobernantes sanguinarios". Detesto a Sharon y lo que hace, pero ¿es preciso recordar aún que su poder surge de las urnas y está sujeto a serios controles democráticos? ¿Para cuándo un juez iraquí que corte la propaganda televisiva del rais, que le obligue a aceptar en su parlamento candidatos de radical oposición, que investigue las conductas abusivas de sus tropas? ¿Qué otro dictador hoy en activo más que el de Bagdad lleva sobre sus espaldas, por las guerras regionales que ha desencadenado y las represiones internas que ha ordenado, no menos de 1,2 millones de muertos? Eso, sin contar el sufrimiento que hubiese podido y todavía puede ahorrar a su amado pueblo por el simple y pacífico procedimiento de marcharse... Hélas, el lema "¡fuera Sadam Husein!" se oyó y se leyó poco, la otra tarde, entre el Cinc d'Oros y la plaza de Tetuán.

Líbreme Dios de la temeridad -sobre la que nos advertía el pasado martes Josep Ramoneda- de querer interpretar de modo simple y unívoco una manifestación tan masiva y variopinta como la del 15 de febrero. De mí sí puedo decir, empero, que mi participación en ella no era una adhesión a ese tercermundismo rancio con el que algunos tratan aún de reemplazar otras ilusiones ideológicas hoy felizmente periclitadas; que no confundo la justa crítica contra la torpeza, el derechismo y la agresividad de la Administración de Bush con la autoflagelación del Occidente democrático -el peor de los sistemas posibles..., excluidos todos los demás-; en fin, que uno está ya muy mayor para seguir recitando eslóganes antiimperialistas del tiempo de la guerra del Vietnam. Pero quién sabe, a lo peor estuve solo entre un millón.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia contemporánea de la UAB.

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